11.12.11

"Meditaciones Metafísicas", de René Descartes (V)



5) Meditación Quinta: “De la esencia de las cosas materiales y otra vez de la existencia de Dios”

René Descartes, pese a los insistentes razonamientos ofrecidos en la Tercera Meditación sobre la cuestión de Dios y su realidad, parece sospechar que aún es posible desarrollar y matizarla más. Para ello elaborará una versión, una interpretación personal del argumento ontológico, debido a San Anselmo de Canterbury en el siglo XI.

Antes, sin embargo, retoma el asunto epistemológico de diferenciar ideas claras y distintas de las confusas. Descartes afirma que una de las primeras es la noción de “extensión”: todo objeto es extenso, y de él es posible enumerar “partes” y atribuirle, nos dice Descartes, “magnitudes, figuras, situaciones y movimientos” a cada una. Esto, afirma el filósofo francés, es tan claro y su verdad tan manifiesta a la mente (al menos a la suya...) que no le parece estar aprendiendo nada nuevo, sino que “más bien me acuerdo de algo que ya sabía antes; es decir, percibo cosas que estaban ya en mí espíritu, aunque aún no hubiese parado mientes en ellas”. Además, nos asegura, hay ideas de ciertas cosas de las que es imposible pensar que son pura nada o mera invención, pese a que en primer momento no guarden relación alguna con objetos del mundo sensible, sino que “deben” tener naturaleza verdadera e inmutable.

Descartes emplea el ejemplo de un triángulo. Su idea me viene a la cabeza con facilidad, pero podría no existir ningún triángulo más allá de mi mente. Ahora bien, la figura posee una cierta forma o “esencia” inmutable y eterna, que no puedo haberla inventado yo, ni tampoco a sus propiedades particulares, propiedades que le son propias y que lo configuran como tal, porque reconocemos enseguida un triángulo cuando lo imaginamos, pero no así sus propiedades (no todos sabemos, por ejemplo, que los tres ángulos de un triángulo valen lo mismo que dos ángulos rectos, y otros atributos similares). Sus propiedades, pues, le son propias, son integrantes de la esencia del triángulo.

Ahora pasa Descartes a Dios y al argumento ontológico. Aceptamos que hay propiedades claras y distintas en los objetos (sean reales o no), que podemos captar, como acabamos de ver. En Dios, por su parte, hay al menos una que es consustancial, propia a la idea misma de Dios: es la de perfección. Dios es un ser (es El ser) perfecto. También ésa es una idea clara y distinta. Imaginar a un Dios imperfecto es un sinsentido; no sería Dios, naturalmente. Descartes continúa afirmando la inevitable ligazón entre el concepto de un ser perfecto y su efectiva existencia, porque ¿cómo puedo imaginar un dios, con la propiedad clara y distinta de la perfección, pero que sin embargo no exista? Si separamos ambos atributos, la esencia y la existencia divina, es como si separásemos...



“la esencia de un triángulo rectilíneo y el hecho de que sus tres ángulos valgan dos rectos, o la idea de montaña y la de valle; de suerte que no repugna menos concebir un Dios (es decir, un ser supremamente perfecto) al que le falte la existencia (es decir, al que le falte una perfección), de lo que repugna concebir una montaña a la que le falte el valle”

La existencia es un atributo que forma parte de la misma perfección de Dios. O, como escribe Jesús M. Díaz Álvarez, “la definición esencial de Dios contiene en sí misma, como una de sus perfecciones, la existencia”. En definitiva, la existencia de Dios va unida a su concepto igual como a la naturaleza del triángulo rectángulo va unido el que la suma de sus ángulos valga dos rectos. Así de simple y contundente.

Descartes se hará una autocrítica (una refutación al argumento ontológico original...) al suponer que aunque yo puedo concebir a un Dios dotado de existencia, de ello “no se sigue que Dios exista: pues mi pensamiento no impone necesidad alguna a las cosas; y así como me es posible imaginar un caballo con alas, aunque no haya ninguno que las tenga, del mismo modo podría quizá atribuir existencia a Dios, aunque no hubiera un Dios existente”. Mas, si alguien piensa así, (es decir, que una cosa es pensar la existencia de algo y otra muy distinta que ese algo exista...) Descartes le responderá lo siguiente : lo imposible es, precisamente, “el hecho de no poder concebir, a Dios, sin la existencia”, pues “se sigue que la existencia es inseparable de Él, y, por tanto, que verdaderamente existe”.

No se trata de ninguna imposición forzada, añade Descartes: es la necesidad de la cosa misma la que determina a mi mente para que piense así. Si bien puedo imaginar una montaña sin un valle a sus pies, ¿cómo imaginar la suma perfección divina sin dar entrada al atributo de la existencia? No hay, nos dice Descartes, ninguna posibilidad; si reconocemos que la existencia es una perfección, hay que concluir que “ese ese ser primero y supremo existe verdaderamente”. Por tanto, afirma Descartes que, en relación con la idea de Dios, no somos libres de imaginarlo como deseemos, al contrario que sucede con las otras entidades; “yo no soy libre”, escribe, “de concebir un Dios sin existencia (es decir, un ser sumamente perfecto sin perfección suma), como sí lo soy de imaginar un caballo sin alas o con ellas”. Y esto se debe a que...



“aparte Dios, ninguna otra cosa puedo concebir a cuya esencia pertenezca necesariamente la existencia. En segundo lugar, porque me es imposible concebir dos o más dioses de la misma naturaleza, y, dado que haya uno que exista ahora, veo con claridad que es necesario que haya existido antes desde toda la eternidad, y que exista eternamente en el futuro. Y, por último, porque conozco en Dios muchas otras cosas que no puedo disminuir ni cambiar en nada”

Descartes insistirá en la importancia de que la idea que tenemos de Dios es clara y distinta en grado absoluto, y de que gracias a ella disponemos de un modo de conocer las cosas: “¿Hay algo más claro y manifiesto que pensar que hay un Dios, es decir, un ser supremo y perfecto, el único en cuya idea está incluida la existencia, y que, por tanto, existe?... La certidumbre de todas las demás cosas depende de ella tan por completo, que sin ese conocimiento sería imposible saber nunca nada perfectamente”.



“Y así veo muy claramente que la certeza y verdad de toda ciencia dependen sólo del conocimiento del verdadero Dios; de manera que, antes de conocerlo, yo no podía saber con perfección cosa alguna. Y ahora que lo conozco, tengo el medio de adquirir una ciencia perfecta acerca de infinidad de cosas: y no sólo acerca de Dios mismo, sino también de la naturaleza corpórea, en cuanto que ésta es objeto de la pura matemática, que no se ocupa de la existencia del cuerpo”

Por consiguiente, Descartes vuelve al mismo punto ya alcanzado en la Meditación Tercera: Dios existe y es bueno y no desea engañarme; la idea del genio maligno, en cambio, muere, de modo que podemos olvidarnos de él y a partir de ahora confiar sólo en la divinidad, real y bondadosa. Además, tenemos el instrumento perfecto de conocimiento: las ideas claras y distintas son la raíz del saber verdadero, acreditado ahora gracias a la confirmación de un Dios bueno que existe.

Lo que necesitamos ahora es alcanzar un conocimiento, robusto y contundente, del mundo exterior, si es que hay tal posibilidad. Sabemos que nuestra mente existe, que Dios existe y que es bueno, y que sólo podemos confiar en las ideas que percibimos como claras y distintas. ¿Nos permitirá, todo ello, saber con certeza la efectiva realidad del mundo exterior, su esencia, o sólo nos será posible determinar que, por más aparente que sea, tal mundo no es más que una vana e ingenua ilusión? ¿Es real el mundo allende nuestra mente, en definitiva?

Ésa será la última gran pregunta de René Descartes en sus Meditaciones Metafísicas.

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