28.11.11

Meditaciones Metafísicas (IV), de René Descartes



4) Meditación Cuarta: “De lo verdadero, y de lo falso”

Según dijimos, y como paso previo al análisis de la existencia real, o ficticia, del mundo exterior, Descartes se planteará la cuestión del por qué los seres humanos se equivocan, por qué motivo yerran y se apartan de la verdad.

Sabemos ya que Descartes busca esa verdad de forma incansable. Por ello le extraña que, existiendo Dios y siendo, por definición, bueno y ajeno a toda voluntad de perjuicio hacia nosotros, nos haya permitido que nos equivoquemos de continuo. Además, poseemos una cierta capacidad propia para juzgar, para dilucidar entre el bien y el mal, lo correcto y lo erróneo. Entonces, ¿por qué permite Dios que me equivoque? Si me hubiera creado de otro modo podría siempre hacer las cosas correctamente; como es obvio que no somos como tales seres infalibles, hay que preguntarse el motivo.



“Si todo lo que tengo lo recibo de Dios, y si Él no me ha dado la facultad de errar, parece que nunca debo engañarme. Y en verdad, cuando no pienso más que en Dios, no descubro en mí causa alguna de error o falsedad; mas volviendo luego sobre mí, la experiencia me enseña que estoy sujeto a infinidad de errores”.
Bien. Busquemos dicho motivo. Para ello, Descartes comienza afirmando que él, y todos nosotros, somos seres anclados en un término medio entre la divinidad y la nada. Es decir, hay una parte divina en nuestro interior que nos empuja hacia la perfección. Eso por un lado. Pero, por otro, hay otra parte que está cerca de la nada, de la inexistencia, del vacío (término que hubiese escandalizo a Descartes, dado su horror vacui), responsable de mis fallos, de mis errores. Si yo fuera Dios, naturalmente jamás me equivocaría; si yo fuese una piedra, que carece de capacidad de pensar, la cuestión ni siquiera se plantearía. Pero como estoy entre Uno y otra, entre la perfección y la nada, yerro. Dios me ha brindado la facultad de distinguir entre el acierto y el error, pero es una facultad de poder limitado; de ahí que me equivoque. No siempre atino porque mi capacidad no es infinita, como en Dios. Por lo tanto, Dios no quiere mi engaño (era una sensación que sobrevolaba hasta ahora en la Cuarta Meditación, y que había puesto en tela de juicio lo logrado en la anterior, esto es, la inexistencia del genio maligno, y la existencia, consiguientemente, de un Dios bueno): tan sólo me dota de una facultad de alcance restringido.



“Y advierto que soy como un término medio entre Dios y la nada [...] me veo expuesto a muchísimos defectos, y así no es de extrañar que yerre. De ese modo, entiendo que el error, en cuanto tal, no es nada real que dependa de Dios, sino sólo una privación o defecto [...], sino que yerro porque el poder que Dios me ha dado para discernir la verdad no es en mí infinito”.
Sin embargo, esta explicación no convence del todo a Descartes. Errar es, según él, “la falta de un conocimiento que de algún modo yo debería poseer”. Descartes cree que el ser humano, al poseer una facultad ofrecida por Dios, ha de participar de su “perfección” de algún modo. Pero de inmediato reconoce que es una osadía por su parte creer que está en condiciones de comprender por qué Dios hace unas cosas de una manera y otras no, y deja a un lado la cuestión:



“...sabiendo bien que mi naturaleza es débil y limitada en extremo, y que, por el contrario, la de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, nada me cuesta reconocer que Dios puede hacer infinidad de cosas cuyas causas sobrepasan el alcance de mi espíritu. [...] No me parece que se pueda, sin temeridad, investigar los impenetrables fines de Dios”.
Por ello reorienta su argumentación en torno a dos causas principales, que según él, son las que generan errores en nosotros: la facultad de conocer y la de elegir. En otras palabras, mi entendimiento y mi voluntad. El entendimiento, por un lado, sirve para llegar a ideas claras y distintas de mis ideas acerca de las cosas (no de las cosas en sí mismas, pues aún no podemos decir nada de ellas; recordemos que esto será posible, sólo, en la Meditación Sexta); por el suyo, la voluntad me permite discernir si tales ideas son ciertas, o falsas. El entendimiento es una facultad bastante limitada: ya que conocemos sólo unas pocas cosas fehacientemente, mientras la gran mayoría permanece ignorada. La voluntad, sin embargo, es una capacidad casi sin límites, la más perfecta de que disponemos; de hecho, es ella la que nos hace saber que guardamos con Dios una cierta semejanza, pues aunque en Éste sea incomparablemente mayor, tanto en Él como en nosotros posee un mismo efecto formal: “consiste sólo en afirmar o negar lo que propone el entendimiento, obrando sin constreñirnos por ninguna fuerza exterior”.

En este sentido, y teniendo en cuenta las características de ambas facultades, dirá Descartes que cometemos nuestros errores al darse un entusiasmo excesivo en la voluntad, cuando ésta afirma la verdad o falsedad de una idea que, sin embargo, no ostenta la validez, el visto bueno por parte del entendimiento, que no ha revelado tal idea como clara y distinta. Es decir, el error estriba en que...:



“Siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello hace que me engañe”.
Descartes pone como ejemplo la verdad del cogito. Aquí la voluntad ha actuado correctamente, ya que la evidencia de la existencia del yo pensante es tan abrumadora (recordemos que se trataba de la idea clara y distinta por antonomasia, no se podía dudar ya de ella) que la voluntad no puede más que acabar aceptándola, sin que la forzara causa exterior alguna, sino simplemente porque se trata de un conocimiento cierto, según la argumentación cartesiana.

La conclusión a la que llegamos, de nuevo, es que Dios es bueno, que no quiere nuestra equivocación. Él nos entrega dos facultades que, si son correctamente empleadas, nos conducen a la verdad y al acierto. Si las utilizamos mal, erraremos, pero nada tendrá que ver Dios con ello. El error es producto del uso deficiente de capacidades humanas; pero es superable si frenamos a la voluntad, si la adecuamos a actuar, a afirmar o a negar, sólo cuando tiene ante ella ideas claras y distintas (por el momento, tan sólo las del yo pensante y la de Dios), las proporcionadas por el entendimiento, por la razón. Cualquier otra que no salve la criba nos abocará a la equivocación. Descartes lo sintetiza así:



“Si me abstengo de dar mi juicio acerca de una cosa, cuando no la concibo con bastante claridad y distinción, es evidente que hago muy bien, y que no estoy engañándome; pero si me decido a negarla o a afirmarla, entonces no uso como es debido mi libre arbitrio; y, si afirmo lo que no es verdadero, es evidente que me engaño”.
Esta finitud del saber, que no podamos determinar la verdad en cualquier circunstancia, no debería ser, afirma Descartes, ningún motivo de queja; antes al contrario, le debemos estar agradecidos, por darnos las pocas perfecciones que hay en nosotros; tampoco es motivo de lamento que nos haya dado una voluntad más amplia que el entendimiento, ni que no nos haya creado con la capacidad de evitar el error en toda circunstancia; y esto último es así porque, sin embargo, poseemos el entendimiento y el libre albedrío, competencias que, manejadas con tacto, nos conducen hacia la verdad, en virtud de la gracia de Dios. Se trata de un instrumento de incalculable valor para nuestro destino:



“Siempre que contengo mi voluntad en los límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de las cosas que el entendimiento le representa como claras y distintas, es imposible que me engañe, porque toda concepción clara y distinta es algo real y positivo, y por tanto no puede tomar su origen de la nada, sino que debe necesariamente tener a Dios por autor”
Con ello Descartes puede respirar más tranquilo: además de salvaguardar la bondad de Dios, tenemos a nuestra disposición el mecanismo para alcanzar el conocimiento de la verdad. Para ello sólo cabe detener nuestra atención, nos dice, en todas las cosas que conciba perfectamente, separándolas de las otras que sólo concibamos de un modo confuso y oscuro.

El mundo exterior es una de esas ideas que, al parecer, permanecen como confusas y oscuras. Sin poder fiarnos de los sentidos, habrá de demostrar si existe efectivamente, o si se trata tan sólo de una ilusión. A ello Descartes dedicará, como hemos dicho, la última Meditación. Previamente, sin embargo, en la Meditación Quinta, retornará a la cuestión de Dios y, por si de su realidad cupiera aún alguna duda, presentará un enfoque distinto para su demostración. Y, junto a ello, realizará algunas matizaciones y precisiones acerca de la naturaleza del mundo material, según él la concibe.

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...