16.10.11

Filosofía, ciencia e ideología (I)



¿Es la filosofía, la actividad filosófica, generadora de ideología, a causa de esa misma actividad, ligada siempre a un tiempo y espacio (socio-económico, político, etc.) específico? Por otro lado ¿debe sustentarse, para que supere el estado de mero juego reflexivo y se adentre en el terreno de la realidad, en preceptos científicos, que tienden a evitar precisamente la aparición de aquella misma ideología (que lo consigan o no, es otra cuestión)? En otras palabras, ¿precisa la filosofía tanto de la ciencia como de la ideología, cuando al parecer ambas buscan resultados y siguen procedimientos tan distintos?

Eso es lo que se preguntaba, hace cuarenta años, José Luis Abellán, en un librito (Mito y cultura, Seminarios y Ediciones, Madrid, 1971) que, por casualidad, encontré en una tienda de libros usados en Salamanca (aquí seguiremos los pasos que dio en su ensayo “Filosofía, sociedad, ideología”; todas las citas proceden de esta obra, si no se indica otro autor).

Echando la vista atrás en el tiempo no es difícil comprobar que la mayoría de filósofos han vivido casi siempre arropados en la clase aristocrática. Aunque caben diversos matices y habría que atender a ciertos casos especiales, lo que parece un hecho palmario es que la filosofía nunca ha estado desligada de la casta social dominante, aquella que ejercía el poder o cuyos miembros ocupaban lugares de privilegio. La filosofía, pues, no se limitó a promover, cuando se dio el caso, transformaciones, cambios o inversiones en el orden histórico-social (casi nadie podría dudar de su papel fundamental en este cometido), sino que “encarnó los intereses históricos de las clases en predominio”. Es decir, la filosofía, aun dando vida a los impulsos que espoleaban la modificación social, defendía, al mismo tiempo y con igual ahínco, el mismo orden social implantado. De este modo, pues, ese impulso sólo ha podido ser posible al “infiltrarse en la minoría dirigente o ponerse al servicio de un nuevo grupo de poder, o encarnar los intereses de una clase social ascendente”. La filosofía era acicate social, por consiguiente, tanto en caso de representar los intereses del grupo de dominio, como si lo hacía en relación con los de la clase emergente.

Sin embargo, nos dice Abellán, esa misma situación pasaba entonces (y también hoy...) por un momento anómalo. Porque, “hacia la segunda mitad del siglo XIX”, y fundamentalmente a partir de la última centuria, “la filosofía empezó a separarse de la sociedad para hacerse cada vez más académica. Es un hecho curioso [...] el que, a medida que los filósofos se hacen profesores de Universidad y la filosofía se institucionaliza, ésta va perdiendo fuerza de repercusión social”.

Un evidente ejemplo es el pasado proceso de “aburguesamiento” de la sociedad. La burguesía, ya en siglo XVIII, empleó la filosofía “como arma intelectual de combate” para salir victoriosa y dictar “sus imperativos a la sociedad”. El problema llegó con el marxismo, fundamentalmente, que llevó a cabo una radical crítica de la sociedad y del papel que en ella jugaba la filosofía. Una “crítica de la filosofía social”, por decirlo de algún modo, que pergeñó el terreno para la “defensa de un orden social de predominio del proletariado”.

Ahí fue cuando la burguesía vio en la filosofía, no ya una aliada con la que confiar, sino como un enemigo al que cabía acallar, porque estaba destruyendo el orden, la estabilidad, y amenazaba con quebrantar su hegemonía, su poder. ¿Cómo lo consiguió? No tuvo más remedio que recluir a la filosofía, institucionalizándola, a los estrechos márgenes de la actividad académica, docente, meramente pedagógica. En ese contexto, la filosofía, los filósofos, podían teorizar, reflexionar y opinar sin limitaciones, pero tales consideraciones nunca superaban el estrato colegial, el ámbito universitario; quedaban allí, como un roedor enjaulado que da vueltas en su prisión sin poder escapar y tomar partido del mundo exterior.

La burguesía, pues, “pudo entonces descansar tranquila y olvidarse de la filosofía”. Éste es uno de los motivos de la gran indiferencia, y hasta un cierto desprecio, por la filosofía. La especialización acabó de aplastar el posible interés popular que aún existiera por ella, toda vez que las reflexiones tomaron el camino de un diálogo entre expertos, empleando un lenguaje obtuso, complejísimo y carente de la necesaria sencillez expresiva para ser entendido por todos. Cita Abellán a Tierno Galván, cuando éste dice: “la filosofía se apartaba de la vida por un proceso de reflexión a la vez más abstracto y lejano. Se convertía en una ciencia pura que seguía su camino con independencia de los azares cotidianos, de la convivencia como actividad y compromiso e incluso de las vivencias personales ante los hechos”.

Abellán recoge tres corrientes filosóficas que ahondan en esta percepción y filosofan según esos principios. Se trata del existencialismo, el neopositivismo y, por último, el marxismo. Será una buena excusa para repasar, grosso modo, tales posturas. Analizaremos la primera en esta nota, y las restantes en otra futura.

1) Existencialismo.

El existencialismo es un género de pensamiento filosófico característicamente antisocial, por así decirlo. Surge, ya en tiempos de Kierkegaard y Nietszche, como respuesta a la crisis social del siglo XIX. La filosofía, entendida como “filosofía de la crisis”, se enfrenta con el hombre (el hombre burgués, sobretodo), y para fundamentar su análisis se sostiene, o trata de sostenerse, mediante el recurso a lo que podría denominarse, nos dice Abellán, la “metafísica de la vida humana”, o la “ontología de la existencia”. Heidegger quiso dilucidar el lugar del hombre en el mundo, para pasar después a un estudio sobre el ser. Pero en su segunda época abandona esta propuesta y sugiere, por el contrario, una especie de “aprehensión” del ser, una iluminación del mismo casi más desde el plano poético, religioso, que puramente racional o filosófico. Sus textos abundan en “vaguedades y contradicciones [...]; el ser y la nada se confunden, poesía y metafísica llegan a identificarse...” En fin, nos comenta Abellán, una nueva muestra del fracaso de la metafísica para tratar de aclarar el problema del (y la pregunta por el) ser, y eso que Heidegger fue el filósofo que con mayor radicalidad y profundidad había acometido tal labor.

Además, prosigue Abellán, como el “filósofo existencialista se ha planteado los problemas en el ámbito técnico de su especialidad, ha dejado de lado todos los elementos sociales que tanta repercusión tienen en la estructura y el comportamiento humanos”. Y, cuando atiende a esos factores, lo hace en términos negativos: uniformismo social, tecnificación excesiva y paralizante, masificación mediocre, abstracción, etc. Del mismo modo, estos filósofos han carecido de capacidad para atender, y valorar, lo social: “para Heidegger, toda coexistencia entre hombres es simple inautenticidad; para Jaspers la única ‘comunicación’ humana es la que se produce entre espíritus privilegiados y selectos (“almas bellas”), es decir, a un nivel estético; para Sartre, ‘el infierno son los otros’, etc.”.

Con el existencialismo, pues, tenemos la impresión clara de una filosofía que escapa del contacto social, que se refugia en los recovecos de la reflexión sobre la crisis social y la del hombre, pero cuyo contenido, si se dirige a alguien, es enteramente al espíritu burgués, aunque no con el fin del cambio, sino del mantenimiento, de la defensa. De modo que, dice Abellán, “la crisis de la filosofía no es otra cosa que la crisis de la filosofía burguesa”. El existencialismo trata de vivir al margen de la sociedad, “y no hace otra cosa que revelar la necesidad de una ideología social como trasfondo de todo pensamiento filosófico”.

Echemos un vistazo a los puntos cardinales del existencialismo. La existencia del hombre es lo que debe analizar la filosofía. El hombre es lo único que está en proceso de existir, y que existe, y cuyo sino es, precisamente, preguntarse por esa misma existencia, existencia que es un proyecto a realizar, y que se vive con angustia, pues el hombre no puede escapar de lo temporal y de la historia. El valor del pensamiento subjetivo, la individualidad, la angustia, la soledad, el fracaso, el absurdo, la culpabilidad o la muerte, son términos propiamente existencialistas, y remiten a Kierkegaard, punto de referencia primero de esta corriente, tanto como a Sartre, Jaspers o el mismo Heidegger. Como señala Emilio Lledó en relación a la filosofía de éste último en particular y el existencialismo en general, “el telón de fondo sobre el que se destaca este «nihilismo teórico» es la Europa asolada por las guerras que una burguesía culpable intenta, más o menos conscientemente, justificar [...]. Para bien o para mal, su ideología filosófica es, como afirmaba Lukács, «el sueño de un burgués entre dos guerras»”. Y, remata Lledó: “una vez más, la filosofía se hace intérprete de la vida, conciencia de su tiempo; pero no conciencia crítica y creadora, sino reflexión impotente que, al no enfrentarse con un proyecto de realidad distinto, asume el fracaso en una traducción filosófica de lo que estaba pasando en la historia.”

Bien, con el existencialismo parece quedar claro la estrecha vinculación filosofía-ideología, pues los grandes filósofos que la inspiraron estaban motivados, en buena parte, por la situación de la clase burguesa, sus excesos, su contexto en el ámbito social, etc. y fue ese mismo escenario la llama que agitó sus reflexiones, y que orientó sus quehaceres filosóficos. Pero, ¿qué sucede con las dos corrientes restantes, el neopositivismo y el marxismo, también están ligadas a la ideología? ¿Y cuál es, en cada caso?

Lo veremos dentro de poco.

(Imagen: Fundación Juan March)

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