30.11.11

Plotino (I): introducción



El neoplatonismo constituye un conjunto de escuelas doctrinales basadas en una reinterpretación, bañada en caracteres religiosos, de Platón. El iniciador de esta corriente, según se afirma, fue Ammonio Saccas (siglo II), quien añadió detalles neopitagóricos y de Filón de Alejandría, aunque otros autores incluyeron ideas aristotélicas y estoicas y, como hemos dicho, diversas influencias religiosas, tanto las emergentes cristianas como las de procedencia oriental. El neoplatonismo quería redescubrir las verdades últimas de la filosofía mediante un proceso de introspección que interpreta la teoría platónica de las formas y su idea de Bien a partir de la perspectiva religiosa. De este modo, hay una equivalencia entre el Bien (o el Uno) con Dios; y el conocimiento ideal, que es el conocimiento, la aprehensión de las formas eternas, es el conocimiento directo de Dios, puesto que ellas son como los “arquetipos” de la mente divina. Sin embargo, para nosotros este saber no es viable, puesto que Dios es lo Absoluto y no posee ninguna concreción diferenciada; Él es incognoscible e inefable.

El platonismo avanzó mucho en los cinco siglos que separan la vida de Platón del siglo III. En aquella época helenística, en la que se abrazaba el eclecticismo sin precisar grandes sutilezas, no es de extrañar que los neoplatónicos afirmaran que tanto Platón como Aristóteles decían lo mismo, sólo que bajo ropajes distintos: una buena interpretación podía descifrar, aclarar las diferencias para iluminar los puntos comunes.

El más conspicuo representante del neoplatonismo, por realizar la síntesis fundamental del sistema, fue Plotino (205-270), fundador de la última escuela filosófica pagana de la antigüedad, y que nació en Licópolis, en el Egipto helenizado. Sabemos algo de su existencia personal gracias a la obra Vida de Plotino, escrita por su alumno Porfirio. Entró en la Escuela de Alejandría a los veintiocho años, donde estuvo más de una década como discípulo de Ammonio Saccas. Se alistó en el ejército del emperador Gordiano III que lucharía contra Persia, aunque lo que quería era aprender más del mazdeísmo y la cultura persa. La expedición militar fue un fracaso, marchó por Antioquía y, al fin, se instaló en Roma, donde residió hasta que le llegó la muerte, ocurrida en el año 270 en total soledad, excepto por la presencia del médico alejandrino Eustaquio, que fue discípulo suyo.

En la escuela de Amonio encontró por fin un ambiente propicio, un grupo unido en el que dominaba la reflexión filosófica orientada al perfeccionamiento interior y la elevación del espíritu. Tanto debió gustarle que, más tarde, Plotino quiso poner en práctica una comunidad similar pero a mucha mayor escala, una ciudad de filósofos, un monasterio pagano gigantesco cuyos miembros seguirían las leyes de Platón, despreciando sus cuerpos y ansiando la unión con la divinidad, ciudad que sería llamada Platonópolis. Convenció incluso Plotino al emperador Galieno en un primer momento para llevarla a cabo, pero los cortesanos no quisieron que el proyecto pasara de mera idea a la realidad. Interesantísimo sería saber qué hubiese sucedido en una ciudad así, regida por ideas platónicas de ascesis y purificación...

Al principio Plotino repetía lo que aprendía de su maestro (sin escribirlo, porque en la escuela existía la prohibición de difundir en papel sus enseñanzas), pero más tarde comenzó a redactarlas, añadiendo detalles de su propia cosecha. Pronto, Plotino superaría con mucho a Amonio, fundando su propia escuela, en la que enseñaría a personalidades de la aristocracia y a las que influiría con sus ideas. Sus enseñanzas no se vieron libres, sin embargo, de controversia: sus discípulos le adoraban, pero había platónicos de Atenas que le acusaban de plagiar sin más las doctrinas de Numenio (sobre las que se habían basado las de Amonio). En todo caso, lo que parece claro es que, en Plotino, no hay una mera recopilación y renovación del platonismo, sino, como señala Ferrater Mora, “una síntesis, una renovación y una recapitulación de la historia entera de la filosofía griega”. Porfirio, quien recogió sus doctrinas y escribió su biografía, como hemos dicho, las reunió temáticamente en seis bloques de nueve textos monográficos cada uno, motivo por el que son conocidas como Enéadas (en griego “nueve” es “ennéa”). Antes de la primera Enéada, centrada en la moral, aparece la biografía de Plotino, a cargo de Porfirio; las dos siguientes Enéadas se dedican a temas físicos (el mundo sensible, meteorología, el tiempo o la cosmología); la cuarta analiza el alma; la quinta, la Inteligencia del Mundo y las ideas; por último la sexta, la más compleja, estudia los géneros del ente, el ser y el Uno-Bien.

Platón, obviamente, es fundamental para Plotino. Pero no se limita a aceptarlo, sin más: de hecho, trata de mejorarlo, (aunque se juzgue a sí mismo como mero expositor del pensamiento de aquel) eliminando algunas de las inconsistencias que presentaban en conjunto los diálogos platónicos. Por otro lado, en la filosofía de Plotino se detectan dos pretensiones primordiales: primero, quiere establecer cómo es la realidad, y cómo se relaciona la aparente multiplicidad del mundo sensible con la unidad que se halla detrás de las apariencias; y, segundo, ve en la filosofía un conocimiento para la salvación. Como señala Salvador Mas, “si Platón fundó la Academia para poder formar en la filosofía a aquellos hombres que deberían haber renovado el Estado, y Aristóteles el Liceo para organizar de modo sistemático la investigación y el saber, y Epicuro el Jardín para ofrecer al hombre la paz y la tranquilidad del alma, Plotino quería enseñar al hombrea desligarse de este mundo terreno para reunirse con lo divino y contemplarlo en una unión mística y trascendente”.

La filosofía de Plotino a veces es cargante, y en extremo metafísica para alcanzar una plena comprensión de su pensamiento a estos niveles. Sin embargo, señalemos ahora algunas cuestiones básicas para, en dos posteriores notas, detallarlas algo más e intentar su compresión. En primer lugar, existe una clara distinción entre el ser inteligible y el sensible, entre el cuerpo y el alma (lo que convendría llamar dualismo ontológico estricto); pero al mismo tiempo, como hemos dicho, se quiere superar dicho dualismo, mediante el alegato a un único principio supremo. Es el viejo problema de lo Uno y lo Múltiple. Plotino responde que ese primer principio, visto al modo platónico como Bien y como Uno, se genera a sí mismo y, con ese acto, se producen a su vez todas las demás cosas del mundo sensible.

Por otro lado, el Bien-Uno no procede de nada, y siempre permanece fijo, mientras que las cosas vuelven a a él. Lo corpóreo nos es conocido, por supuesto; lo incorpóreo se estructura en una jerarquía determinada por tres elementos distintos (las tres hipóstasis), que la configuran: el Uno-Bien, la Inteligencia y el Alma. Las tres hipóstasis se ligan en una relación “emanación”: la segunda deriva de la primera y la tercera de la segunda. En cada una de ellas cabe diferenciar entre la actividad del ente y la que se deriva de él: la primera es propia al ente; la segunda, expulsada, brota del ente y fluye hacia su entorno, como cabe distinguir el calor inmanente al fuego y otra el calor que él libera.

La actividad producida por el ser es necesaria, porque lo que es perfecto siempre engendra algo, nos dice Plotino. Pero esta creación no conlleva pérdida ninguna, pues su actividad es como un río alimentado por una fuente imperecedera; eso sí, lo que se genera siempre será menos perfecto que lo generante, como los círculos concéntricos que se producen al lanzar una piedra en un estanque son cada vez más débiles a medida que se alejan del centro productor. El mundo sensible no constituye un principio subsistente por sí mismo, sino que se deduce del mundo suprasensible; por tanto, procede de la última de las tres hipóstasis.

Tales consideraciones ontológicas están completamente impregnadas de preocupaciones éticas: Plotino cree que es posible desligarse del mundo sensible, adentrándonos en su interior y adquirir conciencia de su verdadero ser, su alma. No obstante, como el Alma procede del Espíritu y éste del Uno, no es imposible un retorno, una reintegración del hombre en el Uno. Esta unión con el Bien-Uno-Dios (llámese como se quiera...) será la fuente de felicidad última, y total para el hombre.

De todas estas interesantes cuestiones hablaremos en las dos siguientes notas de esta serie.

28.11.11

Meditaciones Metafísicas (IV), de René Descartes



4) Meditación Cuarta: “De lo verdadero, y de lo falso”

Según dijimos, y como paso previo al análisis de la existencia real, o ficticia, del mundo exterior, Descartes se planteará la cuestión del por qué los seres humanos se equivocan, por qué motivo yerran y se apartan de la verdad.

Sabemos ya que Descartes busca esa verdad de forma incansable. Por ello le extraña que, existiendo Dios y siendo, por definición, bueno y ajeno a toda voluntad de perjuicio hacia nosotros, nos haya permitido que nos equivoquemos de continuo. Además, poseemos una cierta capacidad propia para juzgar, para dilucidar entre el bien y el mal, lo correcto y lo erróneo. Entonces, ¿por qué permite Dios que me equivoque? Si me hubiera creado de otro modo podría siempre hacer las cosas correctamente; como es obvio que no somos como tales seres infalibles, hay que preguntarse el motivo.



“Si todo lo que tengo lo recibo de Dios, y si Él no me ha dado la facultad de errar, parece que nunca debo engañarme. Y en verdad, cuando no pienso más que en Dios, no descubro en mí causa alguna de error o falsedad; mas volviendo luego sobre mí, la experiencia me enseña que estoy sujeto a infinidad de errores”.
Bien. Busquemos dicho motivo. Para ello, Descartes comienza afirmando que él, y todos nosotros, somos seres anclados en un término medio entre la divinidad y la nada. Es decir, hay una parte divina en nuestro interior que nos empuja hacia la perfección. Eso por un lado. Pero, por otro, hay otra parte que está cerca de la nada, de la inexistencia, del vacío (término que hubiese escandalizo a Descartes, dado su horror vacui), responsable de mis fallos, de mis errores. Si yo fuera Dios, naturalmente jamás me equivocaría; si yo fuese una piedra, que carece de capacidad de pensar, la cuestión ni siquiera se plantearía. Pero como estoy entre Uno y otra, entre la perfección y la nada, yerro. Dios me ha brindado la facultad de distinguir entre el acierto y el error, pero es una facultad de poder limitado; de ahí que me equivoque. No siempre atino porque mi capacidad no es infinita, como en Dios. Por lo tanto, Dios no quiere mi engaño (era una sensación que sobrevolaba hasta ahora en la Cuarta Meditación, y que había puesto en tela de juicio lo logrado en la anterior, esto es, la inexistencia del genio maligno, y la existencia, consiguientemente, de un Dios bueno): tan sólo me dota de una facultad de alcance restringido.



“Y advierto que soy como un término medio entre Dios y la nada [...] me veo expuesto a muchísimos defectos, y así no es de extrañar que yerre. De ese modo, entiendo que el error, en cuanto tal, no es nada real que dependa de Dios, sino sólo una privación o defecto [...], sino que yerro porque el poder que Dios me ha dado para discernir la verdad no es en mí infinito”.
Sin embargo, esta explicación no convence del todo a Descartes. Errar es, según él, “la falta de un conocimiento que de algún modo yo debería poseer”. Descartes cree que el ser humano, al poseer una facultad ofrecida por Dios, ha de participar de su “perfección” de algún modo. Pero de inmediato reconoce que es una osadía por su parte creer que está en condiciones de comprender por qué Dios hace unas cosas de una manera y otras no, y deja a un lado la cuestión:



“...sabiendo bien que mi naturaleza es débil y limitada en extremo, y que, por el contrario, la de Dios es inmensa, incomprensible e infinita, nada me cuesta reconocer que Dios puede hacer infinidad de cosas cuyas causas sobrepasan el alcance de mi espíritu. [...] No me parece que se pueda, sin temeridad, investigar los impenetrables fines de Dios”.
Por ello reorienta su argumentación en torno a dos causas principales, que según él, son las que generan errores en nosotros: la facultad de conocer y la de elegir. En otras palabras, mi entendimiento y mi voluntad. El entendimiento, por un lado, sirve para llegar a ideas claras y distintas de mis ideas acerca de las cosas (no de las cosas en sí mismas, pues aún no podemos decir nada de ellas; recordemos que esto será posible, sólo, en la Meditación Sexta); por el suyo, la voluntad me permite discernir si tales ideas son ciertas, o falsas. El entendimiento es una facultad bastante limitada: ya que conocemos sólo unas pocas cosas fehacientemente, mientras la gran mayoría permanece ignorada. La voluntad, sin embargo, es una capacidad casi sin límites, la más perfecta de que disponemos; de hecho, es ella la que nos hace saber que guardamos con Dios una cierta semejanza, pues aunque en Éste sea incomparablemente mayor, tanto en Él como en nosotros posee un mismo efecto formal: “consiste sólo en afirmar o negar lo que propone el entendimiento, obrando sin constreñirnos por ninguna fuerza exterior”.

En este sentido, y teniendo en cuenta las características de ambas facultades, dirá Descartes que cometemos nuestros errores al darse un entusiasmo excesivo en la voluntad, cuando ésta afirma la verdad o falsedad de una idea que, sin embargo, no ostenta la validez, el visto bueno por parte del entendimiento, que no ha revelado tal idea como clara y distinta. Es decir, el error estriba en que...:



“Siendo la voluntad más amplia que el entendimiento, no la contengo dentro de los mismos límites que éste, sino que la extiendo también a las cosas que no entiendo, y, siendo indiferente a éstas, se extravía con facilidad, y escoge el mal en vez del bien, o lo falso en vez de lo verdadero. Y ello hace que me engañe”.
Descartes pone como ejemplo la verdad del cogito. Aquí la voluntad ha actuado correctamente, ya que la evidencia de la existencia del yo pensante es tan abrumadora (recordemos que se trataba de la idea clara y distinta por antonomasia, no se podía dudar ya de ella) que la voluntad no puede más que acabar aceptándola, sin que la forzara causa exterior alguna, sino simplemente porque se trata de un conocimiento cierto, según la argumentación cartesiana.

La conclusión a la que llegamos, de nuevo, es que Dios es bueno, que no quiere nuestra equivocación. Él nos entrega dos facultades que, si son correctamente empleadas, nos conducen a la verdad y al acierto. Si las utilizamos mal, erraremos, pero nada tendrá que ver Dios con ello. El error es producto del uso deficiente de capacidades humanas; pero es superable si frenamos a la voluntad, si la adecuamos a actuar, a afirmar o a negar, sólo cuando tiene ante ella ideas claras y distintas (por el momento, tan sólo las del yo pensante y la de Dios), las proporcionadas por el entendimiento, por la razón. Cualquier otra que no salve la criba nos abocará a la equivocación. Descartes lo sintetiza así:



“Si me abstengo de dar mi juicio acerca de una cosa, cuando no la concibo con bastante claridad y distinción, es evidente que hago muy bien, y que no estoy engañándome; pero si me decido a negarla o a afirmarla, entonces no uso como es debido mi libre arbitrio; y, si afirmo lo que no es verdadero, es evidente que me engaño”.
Esta finitud del saber, que no podamos determinar la verdad en cualquier circunstancia, no debería ser, afirma Descartes, ningún motivo de queja; antes al contrario, le debemos estar agradecidos, por darnos las pocas perfecciones que hay en nosotros; tampoco es motivo de lamento que nos haya dado una voluntad más amplia que el entendimiento, ni que no nos haya creado con la capacidad de evitar el error en toda circunstancia; y esto último es así porque, sin embargo, poseemos el entendimiento y el libre albedrío, competencias que, manejadas con tacto, nos conducen hacia la verdad, en virtud de la gracia de Dios. Se trata de un instrumento de incalculable valor para nuestro destino:



“Siempre que contengo mi voluntad en los límites de mi conocimiento, sin juzgar más que de las cosas que el entendimiento le representa como claras y distintas, es imposible que me engañe, porque toda concepción clara y distinta es algo real y positivo, y por tanto no puede tomar su origen de la nada, sino que debe necesariamente tener a Dios por autor”
Con ello Descartes puede respirar más tranquilo: además de salvaguardar la bondad de Dios, tenemos a nuestra disposición el mecanismo para alcanzar el conocimiento de la verdad. Para ello sólo cabe detener nuestra atención, nos dice, en todas las cosas que conciba perfectamente, separándolas de las otras que sólo concibamos de un modo confuso y oscuro.

El mundo exterior es una de esas ideas que, al parecer, permanecen como confusas y oscuras. Sin poder fiarnos de los sentidos, habrá de demostrar si existe efectivamente, o si se trata tan sólo de una ilusión. A ello Descartes dedicará, como hemos dicho, la última Meditación. Previamente, sin embargo, en la Meditación Quinta, retornará a la cuestión de Dios y, por si de su realidad cupiera aún alguna duda, presentará un enfoque distinto para su demostración. Y, junto a ello, realizará algunas matizaciones y precisiones acerca de la naturaleza del mundo material, según él la concibe.

25.11.11

Platón, por Fernando Savater



(Primera Parte)



(Segunda Parte)



(Tercera Parte)

Una entretenida forma de aprender, sucintamente, algunos aspectos básicos de los filósofos es esta serie de "La aventura del pensamiento", presentada por Fernando Savater. Aquí os presento los tres vídeos dedicados a Platón.

A continuación tenéis un enlace que enlista los distintos vídeos presentes en YouTube:

La aventura del pensamiento

Disfrutádlos.

22.11.11

Filosofía, ciencia e ideología (y II)



(Primera Parte)

2) El neopositivismo. (también llamado empirismo o positivismo lógico)

Una de las escuelas que mayor auge, desarrollo y aceptación ha experimentado en el marco de la filosofía contemporánea es el neopositivismo o positivismo lógico. Se trata de una corriente fundamentalmente de origen anglosajón y austriaco, no en vano fue en la capital de este último país donde se generó el germen de tal nueva postura filosófica, y que cristalizaría en el llamado Círculo de Viena, englobando a las grandes figuras del mismo (M. Schlick, R. Carpap, O. Neurath, Tarski, etc.) y en el que, como miembros honoríficos, destacaron A. Einstein, B. Russell o L. Wittgenstein.

El neopositivismo, basándose en la primera obra magna de éste último, el Tractatus Logico-Philosophicus, partía de entender que los enunciados del lenguaje deben ser o analíticos o sintéticos, pero no ambas cosas a la vez (ver nuestra nota al respecto). En uno de carácter analítico se puede establecer su verdad recurriendo a la lógica o a la matemática, pero para los sintéticos (que brindan información nueva), cabe hallar un criterio que facilite establecer cuáles nos dicen algo auténticamente cierto del mundo experimentado o de la realidad. Ese criterio tomó el nombre de principio de verificación. Para que fuera factible emplear dicho principio, sin embargo, la filosofía debía seguir el método científico, pero la filosofía no es una ciencia, sino un método que se aplica a las ciencias particulares con el fin de eliminar oscuridades y expresiones que no contengan la necesaria relación con el mundo empírico. Como dijo Schlick, la filosofía era “aquella actividad mediante la cual se fija o se descubre el significado de los enunciados. La filosofía explica las proposiciones; las ciencias las verifican”; a fin de cuentas, afirmaba el neopositivismo, la filosofía carecía de campo propio de estudio, porque la realidad empírica la estudiaba la ciencia, y la parte no empírica de esa realidad (la metafísica) era un ámbito del que no podía obtenerse conocimiento objetivo ninguno. Las afirmaciones y proposiciones metafísicas se veían como meras pseudoproposiciones (ver texto); la intuición poco valor tenía; había que reemplazarla por la formalización. La idea, pues, era poner en claro el significado de palabras y enunciados, mostrando y eliminando los que carecen de significado. La filosofía se limitaba, por consiguiente, a explicar, dar cuenta de las proposiciones ya existentes.

De ahí la importancia del lenguaje en este tipo de filosofía: él es el principal objeto de estudio. Todo problema filosófico, de hecho, no es más que un problema sintáctico: puede ser un problema resuelto o irresuelto, mas no irresoluble. Como nos dice Jose Luis Abellán en su libro "Mito y Cultura", en el neopositivismo “desaparece la categoría de problema irresoluble, que alude, bien a un problema mal planteado (sintácticamente erróneo), bien a un misterio metafísico (del que nada sabemos y del que, por tanto, es inútil hablar)”.

Lo que puede verse es que el neopositivismo se convierte en una reflexión sobre la ciencia, en una filosofía de la ciencia, pero se hallan dispares opiniones dentro de la misma (por ejemplo, sobre cómo alcanzar la supuesta unidad de las ciencias, un axioma muy ansiosamente proclamado pero nunca logrado) y ciertos problemas relacionados con la verdad y el papel de la metafísica que han terminado por resurgir (es el caso de Carnap, como escribe Abellán, quien “se ha visto envuelto en problemas irresolubles para escapar a un solipsismo en el que parece irresolublemente apresado”), con lo que la fiabilidad o la confianza depositada en este sistema filosófico ha perdido, al parecer, algo de fuerza.

Sin embargo, socialmente no es así. El prestigio de la ciencia es enorme, y se incrementa a pasos agigantados. Un ejemplo muy actual y curioso del poder de la ciencia y del método científico es la cancelación de un curso de postgrado en la Universidad de Lleida, debido a la denuncia por parte de un grupo de bloggers defensores del pensamiento racional y opuesto a que su contenido, basado en temáticas y disciplinas científicamente muy cuestionables, tuviera un grado académico reconocido aun careciendo de todo rigor racional. ¿Debe permitirse que haya postgrados como tales? ¿Tiene potestad la ciencia (o la voz de la ciencia mediante sus intermediarios, sean o no directamente científicos) para acusar y señalar lo que debe (o no) enseñarse en las clases? ¿Es útil para la sociedad la existencia de este tipo de cursos, beneficia la pluralidad o no es más que negocio con un paupérrimo trasfondo cultural? Se trata de un debate muy interesante, sin duda...

Volviendo a nuestro tema, Abellán se pregunta por el significado social que el predominio neopositivista posee en nuestra cultura. ¿Podemos (¿o debemos?) limitar nuestra atención al mundo de los símbolos, de los signos, de la formalización lógica o la representación sintáctica? ¿Es ése todo nuestro mundo, puede la filosofía reducirse a la explicar o clarificar enunciados, o posee una hondura muy otra, que no puede nunca dejar de lado la entraña social y el sentido humano? Escribe Abellán: “La ‘situación significativa’ sólo puede entenderse de un modo completo en un contexto social como relación comunicativa entre hombres. En otro caso el lenguaje tiende a independizarse del pensamiento convirtiéndose en una zona autónoma regida por leyes propias que hacen del lenguaje formalizado algo ajeno al lenguaje de la convivencia normal”. En este punto no podemos más que estar completamente de acuerdo.

Otra objeción, tal vez aún más relevante que la anterior, es la ausencia en el empirismo lógico de ideología social. Al equiparar la filosofía al estudio del lenguaje, se la despoja de toda misión en el análisis de los problemas sociales urgentes y que precisan de atención reflexiva y crítica. Los filósofos ya no son “buscadores de la sabiduría”, amigos del saber, sino técnicos especializados en tareas lógicas específicas y complejas que, en sus facultades y departamentos, se encierran y “huyen” de la realidad para centrarse en sus análisis sintácticos abstractos alejados por completo del trajín y el devenir social.

Casi es innecesario añadir a quién beneficia tal actitud, y el cariz ideológico que asume a pesar, o mejor dicho, precisamente por su falta de ideología. Con claridad nos lo perfila Abellán: “La falta de ideología de la filosofía la convierte en auténtica defensora del orden social establecido. La filosofía se ha integrado dentro del orden burgués y los filósofos son indirectos defensores del capitalismo, no sólo en cuanto no hacen nada para variar las estructuras sociales, sino en cuanto reciben dinero del capital y son, por ello, en alguna medida, sus asalariados”. Son ellos, por tanto, quienes tratan de evitar la crítica, el juicio fiero, a la sociedad burguesa, aun siendo quienes más deberían instigar a que tal crítica hiciese mella y fuera el caldo de cultivo para el cambio y la mejora social.

3) El marxismo.

Como ya hemos visto en una serie anterior de notas los postulados e ideas básicas de la doctrina marxista, no las repetiremos aquí. Sí, por el contrario, dejaremos rápida constancia de que, si hay alguna filosofía o corriente filosófica (ya dijimos, y si no lo hacemos ahora, que el marxismo, aunque la incluya como sustento fundamental, es mucho más que una filosofía: sus referencias políticas y sociales son absolutamente insoslayables...) con un profundo desarrollo ideológico, probablemente no haya otra mejor que el marxismo.

El marxismo es, sin duda, una ideología, cuyo propósito es el de acabar con otra, la ideología dominante, en este caso el liderazgo social de la burguesía. El marxismo, nos decía Abellán hace cuarenta años, “constituye una auténtica ideología social de nuestro tiempo; y aún la más adecuada a los problemas que la sociedad industrial nos plantea”. Eso sí, concede Abellán, los grandes líderes marxistas (Lenin, Stalin, Mao-Tse-Tung, Trotski) han sido de todo punto incapaces de equiparar el marxismo, ponerlo al día, en relación con la evolución occidental de su modo de vida. El desarrollo intelectual marxista ha fracasado, ya que esos mismos líderes han dejado al margen puntos importantes de la perspectiva marxista, o han acabado corrompidos por el poder político, con consecuencias nefastas para el proletariado y las gentes más necesitadas de protección y libertad, sujetos a los que, de inicio, se dirigían las proclamas marxistas.

El marxismo, así, ha perdido su credibilidad, su función, y hasta su finalidad, al haber unido los cargos políticos corruptos, traicionando una revolución (para usar el título de la obra de Trotski) que aspiraba a la erradicación de toda jerarquía, con la ideología y ha terminado por convertirse en una organización estratificada y monolítica, casi “una iglesia secularizada”, según Abellán, precisamente aquello que trataba por todos los medios de eludir.

La diferencia básica del marxismo respecto al neopositivismo es que aquel constituye una ideología marcadamente social, pero cuyo contenido es discutible, a veces hasta muy discutible, desde la óptica científica. Para ejemplo de ello, de ideas marxistas carentes de fundamento (y hasta de sentido) empírico y racional, cita Abellán la creencia de que un cambio de las estructuras socio-económicas modificaría “la actitud entera del hombre ante la sociedad, y la de que el triunfo del proletariado produciría como consecuencia inmediata la sociedad sin clases”, hechos que “obedecen a una visión mística de la dialéctica social” y en absoluto aplicables a esa misma realidad social.

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La conclusión a la que llega Abellán después de examinar estas tres corrientes de pensamiento: existencialismo, neopositivismo y marxismo (y que nosotros, aquí, apenas hemos delimitado; es posible que hagamos un análisis más detallado de la diversidad de posturas filosóficas contemporáneas en una serie futura de notas) es clara: hay necesidad de ciencia y de ideología, aunque ambas parezcan contradictorias o incompatibles. Porque, “sin ciencia, careceríamos del necesario sentido de seguridad y de previsión en nuestros conocimientos”; pero, sin ideología, “faltaría la orientación precisa, el plan a seguir, y la conducta humana quedaría falta de sentido”. Y la actividad que debe permitir la coexistencia, sin autodestrucción, de esa visión completa tal del mundo y del hombre asentada en la ciencia y en la ideología, no es otra que la filosofía. Ella, nos dice Abellán, “tiene la función de orientar los acontecimientos mundiales y dar sentido a la vida de los hombres”. Pero, en esa función, debe velar por los intereses de la clase media, no de la burguesía, ni la de las elites intelecuales, para “crear una sociedad de trabajadores, en comunidad de derechos y deberes”. De lo contrario, la filosofía degenerará en un quehacer de especialistas dedicados a tareas que en nada afectan al hombre social, en cuyas “cátedras y seminarios, imitarán las sutilezas escolásticas de los monjes medievales”.

¿Hemos llegado a ese extremo? ¿Está más cerca hoy la filosofía de las personas, de lo que les importa y que confiere sentido a sus vidas, o ha perdido terreno engalanándose con estudios fútiles de filosofía del lenguaje que no conducen a la liberación humana, ni a su avance como entidades racionales y emocionales que viven en común y a las que, por tanto, les espera un destino igualmente colectivo y unitario?

Ni la ciencia ni la ideología proporcionan, por sí mismas, el espectro de exigencias en cualquier concepción acabada y diversa del hombre que se haga. La función de la filosofía está en unir ambos extremos, ambos cabos apartados, mediante un nudo fuerte y duradero, y en examinar la realidad social, emocional y cultural del ser humano con el propósito de lograr, o al menos de facilitar, su vida en este planeta. Una tarea compleja, desde luego, pero necesaria y, creemos, posible para esa forma de pensamiento y acción que entiende (o puede entender) cuál es el papel y las necesidades del hombre, y que, por suerte, aletea mucho más alto de lo que la mera ciencia o la simple ideología puede alcanzar.

15.11.11

¿Sinsentido metafísico?

"Probablemente la mayoría de los errores lógicos cometidos cuando se confeccionan pseudoproposiciones se basa en las deficiencias lógicas que infectan, en nuestro lenguaje, el uso de la palabra ser [...]. La primera deficiencia reside en la ambivalencia de la palabra «ser». Ésta se utiliza a veces como cópula que antecede a y se relaciona con un predicado («yo soy el autor de este estudio»), mientras que en otras designa existencia («yo soy»). Este error resulta agravado por el hecho de que los metafísicos carecen con frecuencia de una idea clara de esta ambivalencia. El segundo error reside en la forma que adquiere el verbo en su segunda significación, es decir, la de existencia. Esta forma verbal muestra ficticiamente un predicado donde no existe. Desde hace bastante tiempo se sabe efectivamente que la existencia no es una propiedad (véase la refutación de Kant a la prueba ontológica de la existencia de Dios). Pero a este respecto sólo la lógica moderna es totalmente consecuente: introduce el signo de existencia en una fórmula sintáctica tal que no puede ser referido como un predicado a signos de objeto, sino sólo a un predicado [...]. Desde la Antigüedad, la mayor parte de los metafísicos se dejó seducir por la forma verbal -y con ello predicativa- de la palabra ser, y en consecuencia formaron pseudoproposiciones, por ejemplo, «yo soy», «dios es»."

Rudolf Carnap, en A.J. Ayer, El positivismo lógico, Fondo de Cultura Económica, México, 1965.

10.11.11

Gracias a todos!!



Hace un par de días el contador del blog llegó a 150.000 visitas, desde julio de 2009. Y ello pese a que ha estado casi todo ese tiempo sin actualizarse...

Muchas gracias a todos por vuestras visitas, lecturas y comentarios!!

1.11.11

"Meditaciones Metafísicas" (III), de René Descartes



(Entregas anteriores)

3) Meditación Tercera: “De Dios, que existe

La tercera Meditación es una de las más extensas, y también de las más importantes. El propósito de Descartes es derrotar la hipótesis del genio maligno mediante la proposición de la necesaria existencia de Dios.

Una vez sabemos que hay algo ajeno a la duda radical (el cogito, el que yo piense, luego exista) y que somos entes pensantes, hecho que nos define como humanos, el paso siguiente en el razonamiento cartesiano sería dar cuenta del mundo exterior, es decir dar pruebas de su efectiva existencia, así como de la verdad de los saberes a los que podemos aspirar (como, por ejemplo, el conocimiento matemático). El cogito es indubitable; de acuerdo. Pero yo no puedo pretender, en este nivel cognoscitivo, que lo existente sea la verdad de mis ideas acerca del mundo: mis ideas pueden ser falsas; existentes son sin duda, pero verdaderas, es algo que hay de demostrar. Que el mundo exterior es real también habrá que justificarlo (objeto de la sexta y última Meditación); es poco lo que, hasta ahora, hemos avanzado a este respecto, como dice Descartes: “no ha sido un juicio cierto y bien pensado, sino sólo un ciego y temerario impulso, lo que me ha hecho creer que existían cosas fuera de mí, diferentes de mí, y que, por medio de los órganos de mis sentidos, o por algún otro, me enviaban sus ideas o imágenes, e imprimían en mí sus semejanzas”.

No sólo se trata del reino físico, material; también los otros, los demás hombres, pueden ser mera entelequia, una jugarreta del genio maligno. No estamos, por ahora, más que en disposición de decir: yo soy real, como ser que piensa. Pero lo demás, habrá que justificarlo. Mas si hay un genio maligno no podremos hacerlo, ya que la misión de éste, como hemos dicho, es la de confundir y engañarnos. Para que haya algo real más allá de mí mismo la hipótesis del genio maligno debe ser erradicada, y ello sólo será posible postulando la existencia de un Dios benefactor, que haga el bien y quiera el bienestar de los hombres. Pero, ¿cómo llevar a cabo la demostración de este Dios bueno?

Iniciamos el camino para ello considerando aquello en que, de momento, podemos confiar sin duda: nuestro yo pensante. Tenemos ideas, muchas ideas. Algunas representan cosas mundanas, otras hechos familiares, unas más conceptos abstractos, etc. (no está Descartes, por el momento, en disposición de saber que son ciertas; sólo que las tenemos, que poseen un contenido).

No todas son iguales, pues. Una de sus características más importantes es que, precisamente su heterogeneidad, señala la presencia de, por decirlo de alguna manera, varios grados o escalas de perfección. Algunas ideas son más acabadas, más llenas, más perfectas que otras: “En efecto, las que me representan substancias son sin duda algo más, y contienen (por así decirlo) más realidad objetiva, es decir, participan, por representación, de más grados de ser o perfección que aquellas que me representan sólo modos o accidentes”. Mas hay, todavía, otra idea que supera a éstas, que de hecho supera a todas, una idea que transmite más perfección que la de cualquier substancia finita: es, por supuesto, la idea de Dios. Podemos conceder que la idea de un ser así, infinito, supremo, omnisciente y todopoderoso, debe ser más perfecta que la de una substancia limitada, como la del hombre.

Bien. La idea de Dios posee más perfección que cualquier otra. Aceptado esto, Descartes afirma a continuación que toda idea debe tener una causa. Aún más, que la causa debe estar en proporción al grado de perfección que posea su efecto. Oigamos a Descartes:


“Ahora bien, es cosa manifiesta, en virtud de la luz natural, que debe haber por lo menos tanta realidad en la causa eficiente y total como en su efecto: pues ¿de dónde puede sacar el efecto su realidad, si no es de la causa? ¿Y cómo podría esa causa comunicársela, si no la tuviera ella misma? Y de ahí se sigue, no sólo que la nada no podría producir cosa alguna, sino que lo más perfecto, es decir, lo que contiene más realidad, no puede provenir de lo menos perfecto.”

Como es lógico, mi mente puede ser la causa de ciertas ideas (por ejemplo, la idea de perro, de una silla, un planeta, un ángel o una persona); sin embargo, como la causa debe ser siempre del mismo nivel (o aún mayor) que el efecto producido, si pudiese hallar una idea de la cual yo no fuera su causa, entonces tendría que concluir que existe “algo” más allá de mí que la ha introducido en mi mente. Por tanto, con ello, ya demostraría la existencia de entidades allende la mía propia. ¿Qué idea podría ser ésa? Es, claro, la idea de Dios. Y, ¿en qué consiste la idea de Dios? En la representación de un ser “supremo, eterno, infinito, inmutable, omnisciente, omnipotente y creador universal de todas las cosas”. Ahora bien, ¿soy yo el responsable de esa idea? No, nos dice Descartes con firmeza. Si atendemos a lo que hemos dicho un instante atrás, la causa debe ser de la misma categoría que el efecto. Mas yo soy una causa (una mente) finita; ¿cómo puedo concebir un efecto (un Dios) infinito? Lo finito sólo alcanza a representarse lo finito; lo infinito está más allá de sus posibilidades. De modo que la idea de Dios no puede ser producto de mí mismo; Dios debe, pues, existir, y debe ser él el responsable de que yo posea tal idea. Descartes lo expresa de este modo:


“Eso que entiendo por Dios es tan grande y eminente, que cuanto más atentamente lo considero menos convencido estoy de que una idea así pueda proceder sólo de mí. Y, por consiguiente, hay que concluir necesariamente, según lo antedicho, que Dios existe. Pues, aunque yo tenga la idea de substancia en virtud de ser yo una substancia, no podría tener la idea de una substancia infinita, siendo yo finito, si no la hubiera puesto en mí una substancia que verdaderamente fuese infinita.”

A continuación Descartes se hace, a modo de crítica, algunas objeciones, encaminadas a discutir que nuestras ideas de perfección (o de infinitud) sean causadas por Dios. Una arguye que tales ideas podrían ser generadas a partir de la idea opuesta: es decir, que concibo la infinitud porque soy finito. Descartes cree que sucede justo lo contrario: como tengo la idea de infinitud me veo a mí mismo como finito, es la idea de infinitud la que me da la experiencia de mi finitud. En otra, por ejemplo, presupone que si tenemos tal idea de Dios es porque, en esencia, el hombre es como un “dios potencial”; lo que supongo a Dios (perfección, infinitud, bondad absoluta...) son atributos presentes en mí, a la espera de ser desarrollados, de ser actualizados. Si puedo ser perfecto, es posible que por ello conciba la perfección, no porque Dios exista, sino porque en tal estado, ya podría producir la idea misma. Descartes rechaza tal opción, puesto que hay un contraste esencial entre yo, que soy potencialmente infinito (puedo serlo), y Dios (o la idea de Dios) que ya lo es, en acto, es una realidad perfecta sin necesidad de actualización ninguna.

Antes de adentrarse en la siguiente Meditación, y no contento aún, Descartes propone todavía otra precisión más para la demostración, irrefutable, última, de la verdadera existencia de Dios. Y, para ello, conecta su existencia con la nuestra. O sea, ¿puedo yo existir, ser real, aún si Dios no existe? O, en otras palabras: ¿es Dios quien me da la venia de la existencia? Si fuera así, su realidad sería incontrovertible, dado que es claro que existo (porque pienso, como ya sabemos).

Pues bien. Supongamos que Dios no existe. ¿Soy yo mismo el responsable de mi existir? Obviamente, no. Sería un dios por derecho (lo cual no soy, por mi finitud y limitaciones); además, ¿por qué me habría hecho finito, pudiendo hacerme como el Dios verdadero? Entonces, ¿son mis padres o una causa similar los responsables? Tampoco, nos dice Descartes. Yo soy un ser finito con la idea de Dios como infinitud; para que mis padres hubiesen podido transmitirme la idea de la máxima perfección divina (siendo, ellos mismos, causas menos perfectas que Dios mismo), en tal caso sería necesario que existieran otras causas más perfectas a ellos, y retrotrayéndose hacia la última de ellas, ya perfecta, llegaríamos al productor de la idea generada en esos entes o causas secundarias, por medio de las cuales está en mí. Ésa causa final, última y perfecta, no puede ser otra más que Dios:


“Toda la fuerza del argumento que he empleado para probar la existencia de Dios consiste en que reconozco que sería imposible que mi naturaleza fuera tal cual es, o sea, que yo tuviese la idea de Dios, si Dios no existiera realmente: ese mismo Dios, digo, cuya idea está en mí, es decir, que posee todas esas altas perfecciones, de las que nuestro espíritu puede alcanzar alguna noción, aunque no las comprenda por entero, y que no tiene ningún defecto ni nada que sea señal de imperfección.”

Descartes llega, pues, a un momento de especial entusiasmo: el genio maligno parece haber sido derrotado; no hay un dios perverso y cruel que nos engañe, sino un Dios bueno, según todos los indicios. De este modo, Descartes dilata el contexto de la certeza, de la realidad y la verdad, más allá de nosotros mismos, del cogito que nos da entidad humana. Sabemos, en definitiva, que somos un ente que piensa (existimos en ese acto), y que Dios también existe. Son tres grandes verdades: somos, pensamos, y hay un Dios bueno.

Con ello, buena parte de la tarea fundamental cartesiana en esta obra está perfilada. Las restantes tres Meditaciones (que respectivamente analizarán, a grandes rasgos, las cuestiones de lo verdadero y lo falso, la esencia de lo materia y la existencia del mundo físico, además de una última cavilación y prueba de la existencia de Dios) tendrán objetivos todavía importantes, pero el grueso de la argumentación ya ha sido planteado, conformando el núcleo básico del racionalismo cartesiano.

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