28.10.11

Nietzsche, "Humano, demasiado humano"



Excelente documental sobre la vida y el pensamiento de Friedrich Nietzsche, producido por la BBC inglesa. Aunque extenso (una hora y media), resulta muy ameno y completo.

Por cierto, el canal de YouTube en el que está alojado, FilosofíaenCostaRica, contiene asimismo muchos otros programas y documentale sobre nuestra materia. Bien merece un vistazo.

24.10.11

Al-Farabí (y II)



(Primera Parte)

Respecto a la naturaleza del hombre, si bien es cierto que el alma (las hay de tres clases: vegetativa, propia de las plantas; sensitiva, acorde con el espíritu animal; y por último la racional, propia del hombre) está presente en todos los seres vivos, la nuestra alcanza el grado mayor, y abarca las dos restantes. Disponemos, además, de cinco sentidos externos, los que todos conocemos, y los internos, que corresponden a la imaginación, el sensorio común, y la memoria.

El corazón es responsable de dirigir los procesos físicos del cuerpo. Cuando el cuerpo recibe cierta cantidad de calor, el corazón genera un fluido que lo atraviesa, controlando el cerebro y los músculos. El entendimiento agente, para al-Farabí una especie de creador de formas, une el cuerpo, cuando esté está preparado, al alma. Y, también, separa a ésta de aquel, cuando llega el momento. Eso sí, las almas de los depravados seguirían unidas a la materia, y acabarán como ella, sin posibilidad de vida eterna ninguna.

Al-Farabí elabora un detallado análisis del concepto de “entendimiento”; es bastante complejo, por lo que nos limitaremos a su mera mención, sin detenernos a analizar sus términos. Primero diferencia los sentidos prefilosóficos del mismo, esto es, como inteligencia y como razón. A continuación, entre el entendimiento especulativo (que separa lo verdadero de lo falso) del práctico (que hace lo propio con el bien y el mal); ya en el orden gnosológico diferencia cuatro tipos: el entendimiento en potencia, la facultad que permite recibir cualesquiera formas; entendimiento en acto, la ejecución de dichas formas en virtud de los inteligibles; en el entendimiento adquirido las formas separadas e inteligibles, ya perfeccionadas, se constituyen en formas de nuestro conocimiento. Aquella perfección es posible por obra del entendimiento agente, mediante la abstracción de las formas sensibles. Pero éste no es Dios, nos dice al-Farabí, sino una inteligencia, residente en la última de las esferas celestes...

El saber humano sigue un sendero ascendente hacia la perfección: parte de las formas sensibles, ajenas a la materia, a las formas abstractas y los inteligibles puros. El responsable del paso que permite ir de unas a otros es el entendimiento agente, aunque nunca dijo al-Farabí cuál era exactamente el modo en que lo hacía posible.

El fin más glorioso de la vida humana es la unión con el entendimiento agente, que a su vez es el último escalón en el curso del saber. En esas condiciones, el alma santa recibe la ciencia de los ángeles, es decir, la profecía. Para completar el pensamiento de Aristóteles, desde el cual se basa al-Farabí, y al mismo tiempo poder justificar los principios del Islam referentes a la revelación en forma de profecía (que, añadía, se recibe tanto a través del sueño como, en casos capaces de concentración imaginativa especial, en estado de vigilia), recurrió a la doctrina de Platón del éxtasis intelectual.

Por lo que respecta a la moral, al-Farabí sostuvo que la voluntad de actuar es libre, porque el hombre tiene la opción de escoger, mas siempre dentro de ciertos límites, entre aquello que es posible, aunque su voluntad sea la de lograr algo imposible. Mediante la razón se descubre qué es viable en realidad, realizándose a partir de ello el acto de elección. Al comprender qué entra dentro de lo viable, el hombre ya puede llevarlo a cabo. Para obrar bien, pues, hay que conocer el mundo. Nuestros errores se producen a causa de ignorancia, límites mentales o por influencia de las pasiones. En todo caso, sólo podemos alcanzar un saber probable, nunca certero. Si bien no sea absoluto, el conocimiento que los hombres pueden llegar a realizar su fin particular, logrando la felicidad individual. No tratemos de ir más allá, nos sugiere al-Farabí, sobretodo en el ámbito práctico: quien quiera alcanzar esa sabiduría perfecta, fracasará.

Una de las cuestiones que al-Farabí trató con mayor originalidad fue la de las sociedades de su tiempo y la utopía, necesaria para superar aquéllas. En el mundo islámico desde antiguo se había analizado el tema de una sociedad justa universal, para todo hombre: la umma. Antes de llegar a ella, sin embargo, hay que dejar constancia de los males de las sociedades actuales. Seis tipos de ellas existen: 1) la sociedad de las necesidades: que tiene por fin satisfacer esas necesidades, las vitales básicas; 2) la sociedad de la riqueza, producto de la anterior, cuyos miembros no desean dinero para mantenerse, sino para adquirir nuevos bienes, sea cual sea los medios para conseguirlo; 3) la sociedad depravada, también consecuencia de la previa, en la que domina el gusto por el placer, el hedonismo desenfrenado, el gozo material; 4) la sociedad del honor, que persigue el honor y la gloria, la nobleza de espíritu (la menos mala, en opinión de al-Farabí); 5) la sociedad tiránica, en donde reina el poder por el poder, el dominio sobre el resto de los ciudadanos, que ejercerá sin remordimientos el tirano de turno (la más perniciosa, para al-Farabí); y 6) la sociedad demagógica, lideraba por la masa inculta, que persigue lo que cada uno prefiere en cada momento, de modo que cada líder es el propio individuo, pues no hay salvaguarda del orden ni la autoridad más allá de lo que interese a cada uno según su apetito.

El hombre vive en sociedad porque precisa satisfacer sus necesidades, y dentro de aquella disputan el control sobre los demás en función de sus aptitudes para la guerra y la devastación. Las condiciones de vida, las económicas, históricas y geográficas, fueron las responsables de que hubiese uno u otro tipo de sociedad. En ellas no se busca el bien común, sino bienes instrumentales, pero que se convierten en fines para dar salida a nuestras necesidades, sean perentorias o creadas. Aunque algunas de estas sociedad sean más tolerables que otras, ninguna realiza el ideal que debería ser la vida en común buscando el beneficio de todos, de la comunidad.

La sociedad ideal, nos dice al-Farabí, y la ciudad dominante en ella, debe estar organizada, estructurada y dirigida por la política, un saber éste que es producto del encuentro de la mente del ser humano con el entendimiento agente. A su vez, se trata de un saber procedente del mandato divino, que todo hombre debe conocer y respetar. De este modo, se trata de una ley universal, y por ello, la única capaz de mantener o reestablecer la paz social.

Puede ser un hecho normal, natural, que haya conflicto social, pero nunca recurrir a la fuerza. No obstante, suele ser igualmente habitual (aunque no por ello correcto) que los hombres pierdan el control y no den límite a sus propias potencias naturales, lo que deriva en permutar la razón por la fuerza; en esas circunstancias, sólo es posible reconfigurar el orden social mediante otra fuerza que, basada en la legislación, ponga cota a aquellos excesos.

Ahora bien, el hombre no es propiedad de la sociedad, de la comunidad. Antes al contrario, la sociedad tiene como propósito único el de proporcionar las condiciones adecuadas para que el hombre realice sus potencialidades naturales y reine el bien que, en última instancia, es el que genera la felicidad de todos. Mas, para ello, como es obvio, todos los ciudadanos deben gozar de “salud ética”.

Ningún hombre, en la sociedad ideal, debe vivir ocioso, porque cada cual debe cumplir, y ha nacido para ello, una función propia y específica. La autoridad brota sólo del saber y del poder, pero para aplicar la autoridad con justeza se requiere de la sabiduría, y ésta únicamente se alcanza por medio de aprendizajes arduos, capaces de que actualizar las potencias del hombre, hasta que se funde en la unión final con el entendimiento agente.

La felicidad, la alegría y el bien de una sociedad son los fines que hay que perseguir, nos dice al-Farabí; pero, atención, alegría, felicidad y bien precisan no ser sólo individuales. Si así fuera, no habría bien ninguno en ella, o ese bien sería falso, porque la alegría y la felicidad han de ser comunes, cualquiera debe tener los medios para alcanzarlas. La sociedad es feliz si, y sólo si lo es cada uno de sus miembros. Toda otra finalidad que le supongamos a la sociedad es equivocada, y toda otra felicidad que no sea la de la plenitud de sus miembros, una falsedad.

En un ambiente tal, ninguno de sus miembros se siente inferior a otro; incluso el gobernante no es más que un modelo, una guía a imitar, pero no superior a los demás. Que él haya logrado la sabiduría es impulso para que los demás lo hagan; no para sentir envidia o celos hacia su capacidad. Por tanto, del mismo modo en que al unirse con el entendimiento agente se lograba la felicidad intelectualmente, al imitar la sabiduría del gobernante también es posible obtener la felicidad, ahora en el ámbito político-social.

-Obras conservadas de al-Farabí:

01. Ihsa al-Ulum (Catálogo de las ciencias)
02. Libro de las concordancias entre la filosofía de los dos sabios, el divino Platón y Aristóteles
03. Acerca de los fines de Aristóteles en todos los libros de la Metafísica
04. Compendio acerca de lo que conviene saber antes de aprender filosofía
05. Los problemas fundamentales
06. Las gemas de la Sabiduría
07. Respuestas a las cuestiones que se le preguntaran
08. Advertencias de Abu Nasr al-Farabi acerca de los juicios verdaderos y falsos en astrología
09. Libro sobre el gobierno de las ciudades
10. Compendio sobre las opiniones de los miembros de la Ciudad ideal
11. Libro de la advertencia sobre la salvación
12. Libro de la adquisición de la salvación
13. Compendio para probar la existencia de seres incorpóreos

(Fuente: Miguel Cruz Hernández, Historia del pensamiento islámico, vol. 1)

21.10.11

"Meditaciones Metafísicas" (II), de René Descartes



2) Meditación segunda: “De la naturaleza del espíritu humano; y que es más fácil de conocer que el cuerpo”.

Alcanzada la cima de la duda radical y la desazón que conlleva, Descartes, turbado, prosigue sin embargo su búsqueda de que haya algo que se pueda saber de cierto, aunque no sea más que nada haya de cierto en el mundo. Para ello, recuerda la inadecuación de los sentidos para lograrlo:

“Así pues, supongo que todo lo que veo es falso; estoy persuadido de que nada de cuanto mi mendaz memoria me representa ha existido jamás; pienso que carezco de sentidos; creo que cuerpo, figura, extensión, movimiento, lugar, no son sino
quimeras de mi espíritu”
El genio maligno, como vimos en la anterior nota, nos hacía dudar de todo, de todo lo que los sentidos proporcionan, e incluso hasta de aquel proceso intelectivo en que consisten las operaciones matemáticas, la más prometedora fuente de saber cierto, como creíamos que era. En efecto, el genio maligno impide que tengamos convicción plena de todo: de nuestros cuerpos, de lo transmitido por los sentidos, del mundo exterior en su totalidad, y, como acabamos de decir, de la veracidad y adecuación de los productos mentales (ideas) que obtenemos de la actividad intelectual.

Ahora bien, pese a estas malignas acciones del genio, que me impiden incluso pensar algo cierto, es patente, sin embargo, que hay una sola cosa, nos dice Descartes, de la que yo puedo estar seguro: precisamente de eso, de que estoy pensando. Que todas las otras cosas alrededor y dentro de mí sean falsas no obsta, en absoluto, para que mientras yo piense en ellas, decida si son o no falsas (que pueden serlo, según sabemos), ese mismo pensar existe. Aunque llegue a la conclusión de que nada es real, esa misma conclusión ha sido generada por el acto de pensar; he pensado ese pensamiento; yo existo mientras pienso. Por tanto, al dudar de todo, incluso de que pueda dudar, estoy pensando, y ese pensamiento es real, auténtico, existente. Con ello llegamos al famoso “Pienso, luego existo” (en latín, cogito, ergo sum).



"[...] Si pienso algo, es porque yo soy. Cierto que hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea toda su industria en burlarme. Pero
entonces no cabe duda de que, si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto
quiera, nunca podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy
algo. De manera que preciso es concluir y dar como cosa cierta que esta
proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente verdadera, cuantas veces la
pronuncio o la concibo en mi espíritu.”

Así pues, con este saber superamos la desazón que pudiese causar el genio maligno: tenemos un conocimiento cierto de nosotros mismos... de hecho, en principio sólo de nosotros mismos, porque el del mundo exterior todavía no está demostrado. El siguiente paso es determinar qué somos nosotros, que nos define como humanos. Descartes rechaza considerarnos como animales racionales, no porque sea una definición falsa, sino porque su demostración es engorrosa y adolece de dificultades sobre qué es lo racional y lo animal. Opta, entonces, por entendernos como una combinación de cuerpo y alma. No obstante, por la hipótesis del genio maligno (incluso también por los sueños), ya sabemos que no podemos fiarnos de que poseemos nuestros atributos físicos; podían ser falsos, ser otros, podrían no existir. ¿Y el alma, algunos de sus atributos son indubitablemente ciertos? Dejando aparte los que se conectan, de un modo u otro, con el cuerpo (sentir, nutrirme, etc.), hay uno que parece cumplir ese requisito: el pensar. Aunque piense erróneamente, en virtud de la acción del genio maligno, estoy pensando; de modo que, por ello, existo. Es, pues, el pensamiento la facultad que me convierte en humano.



“Así pues, sé con certeza que nada de lo que puedo comprender por medio de la imaginación pertenece al conocimiento que tengo de mí mismo, y que es preciso apartar el espíritu de esa manera de concebir, para que pueda conocer con distinción su propia naturaleza. ¿Qué soy, entonces? Una cosa que piensa. Y ¿qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende, que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina también, y que siente”

El pensamiento no engloba, tan sólo, aquellas actividades meramente intelectuales o, digamos, racionales. Es mucho más; cualquier acto que incluya pensamiento es real: así, imaginar, porque aunque imagine algo falso o inexistente, estoy imaginando (que se enlaza con el pensamiento: no podríamos imaginar sin pensar); y sentir, porque la capacidad sensitiva, pese a poder ser igualmente falsa, participa del pensamiento, del acto mismo de pensar.



“También es cierto que tengo la potestad de imaginar: pues aunque pueda ocurrir que las cosas que imagino no sean verdaderas, con todo, ese poder de imaginar no deja de estar realmente en mí, y forma parte de mi pensamiento. Por último, también soy yo el mismo que siente, es decir, que recibe y conoce las cosas como a través de los órganos de los sentidos, puesto que, en efecto, veo la luz, oigo el ruido, siento el calor. Se me dirá, empero, que esas apariencias son falsas, y que estoy durmiendo. Concedo que así sea: de todas formas, es al menos muy cierto que me parece ver, oír, sentir calor, y eso es propiamente lo que en mí se llama sentir, y, así precisamente considerado, no es otra cosa que “pensar”

Y, en general, cualquier actividad de nuestra vida humana supone el cogito, precisa de él para llevarse a cabo; y en ese sentido, al contener todas ellas esa raíz de indubitable realidad, de irrefutable existencia, encierran su parte de verdad.

Finalmente, Descartes ofrece una demostración de que las cosas sensibles, que a veces se toman como más ciertas que las del propio pensamiento (por ejemplo, en el realismo ingenuo), son falibles, y para ello expone el famoso ejemplo del pedazo de cera. Ese pedazo de cera, nos comenta Descartes, aún posee la dulzura de la miel que contenía, algo del olor de las flores con que ha sido elaborado, su color, figura, su dureza, etc. Sin embargo, al acercarlo al fuego, pierde el saber, su olor ya no es el mismo, modifica su color, y cambia del todo su figura. ¿Podemos decir que allí está el mismo trozo de cera, aun sin contar tales alteraciones? Sí, hemos de confesarlo: es la misma cera. Pero, si es así, ¿qué es lo que entendíamos en el pedazo de cera como tal, qué le confería su ser, su esencia, por así decirlo? Naturalmente no era gracias a nuestros sentidos, puesto que todo ello ha cambiado y, aún así, sigue siendo la misma cera. Lo que queda, una vez suprimidos aquellos atributos volubles, es que se trataba de algo extenso, flexible y cambiante. Ésos son los únicos aspectos de la cera que nos es dado saber con seguridad, afirma Descartes, pero no se nos revelan, no percibimos el pedazo de cera gracias a la visión, el tacto o la actividad meramente imaginativa, sino que es posible en virtud de una “inspección del espíritu”. Las descubrimos, y sabemos de su existencia, por un acto intelectivo, por el pensamiento. Si conocemos los objetos sensibles no es, en definitiva, por los mismos medios sensibles, sino que sólo los conozco mediante el recurso al pensamiento, ya que cuando hacemos un juicio que abraza algo más allá que lo que proporcionan aquellas tres facultades básicas podemos estar totalmente equivocados. Y, concluye Descartes:

“Yo, que parezco concebir con tanta claridad y distinción este trozo de cera, ¿acaso no me conozco a mí mismo, no sólo con más verdad y certeza, sino con mayores distinción y claridad? Pues si juzgo que existe la cera porque la veo, con mucha más evidencia se sigue, del hecho de verla, que existo yo mismo. En efecto: pudiera ser que lo que yo veo no fuese cera, o que ni tan siquiera tenga yo ojos para ver cosa alguna; pero lo que no puede ser es que, cuando veo o pienso que veo (no hago distinción entre ambas cosas), ese yo, que tal piensa, no sea nada. Igualmente, si por tocar la cera juzgo que existe, se seguirá lo mismo, a saber, que existo yo. Y lo que he notado aquí de la cera es lícito aplicarlo a todas las demás cosas que están fuera de mí. [...] Sabiendo yo ahora que los cuerpos no son propiamente concebidos sino por el solo entendimiento, y no por la imaginación ni por los sentidos, y que no los conocemos por verlos o tocarlos, sino sólo porque los concebimos en el pensamiento, sé entonces con plena claridad que nada me es más fácil de conocer que mi espíritu”

Por tanto, hemos alcanzado dos verdades auténticamente ciertas, irrefutables, de las que no cabe dudar si no queremos caer en el sin sentido de un mundo y una existencia ininteligibles: la realidad del cogito, es decir, de mi pensamiento, y la de ese mismo pensar como núcleo, como identidad y base de la existencia humana. Se trata de dos puntos cardinales del cartesianismo y el racionalismo. Sin embargo, en la siguiente Meditación Descartes hará un sorprendente giro y dedicará una amplia reflexión a la cuestión de Dios, tema que había sido desatendido hasta entonces.

Veremos, pronto, la razón de dicho giro.

16.10.11

Filosofía, ciencia e ideología (I)



¿Es la filosofía, la actividad filosófica, generadora de ideología, a causa de esa misma actividad, ligada siempre a un tiempo y espacio (socio-económico, político, etc.) específico? Por otro lado ¿debe sustentarse, para que supere el estado de mero juego reflexivo y se adentre en el terreno de la realidad, en preceptos científicos, que tienden a evitar precisamente la aparición de aquella misma ideología (que lo consigan o no, es otra cuestión)? En otras palabras, ¿precisa la filosofía tanto de la ciencia como de la ideología, cuando al parecer ambas buscan resultados y siguen procedimientos tan distintos?

Eso es lo que se preguntaba, hace cuarenta años, José Luis Abellán, en un librito (Mito y cultura, Seminarios y Ediciones, Madrid, 1971) que, por casualidad, encontré en una tienda de libros usados en Salamanca (aquí seguiremos los pasos que dio en su ensayo “Filosofía, sociedad, ideología”; todas las citas proceden de esta obra, si no se indica otro autor).

Echando la vista atrás en el tiempo no es difícil comprobar que la mayoría de filósofos han vivido casi siempre arropados en la clase aristocrática. Aunque caben diversos matices y habría que atender a ciertos casos especiales, lo que parece un hecho palmario es que la filosofía nunca ha estado desligada de la casta social dominante, aquella que ejercía el poder o cuyos miembros ocupaban lugares de privilegio. La filosofía, pues, no se limitó a promover, cuando se dio el caso, transformaciones, cambios o inversiones en el orden histórico-social (casi nadie podría dudar de su papel fundamental en este cometido), sino que “encarnó los intereses históricos de las clases en predominio”. Es decir, la filosofía, aun dando vida a los impulsos que espoleaban la modificación social, defendía, al mismo tiempo y con igual ahínco, el mismo orden social implantado. De este modo, pues, ese impulso sólo ha podido ser posible al “infiltrarse en la minoría dirigente o ponerse al servicio de un nuevo grupo de poder, o encarnar los intereses de una clase social ascendente”. La filosofía era acicate social, por consiguiente, tanto en caso de representar los intereses del grupo de dominio, como si lo hacía en relación con los de la clase emergente.

Sin embargo, nos dice Abellán, esa misma situación pasaba entonces (y también hoy...) por un momento anómalo. Porque, “hacia la segunda mitad del siglo XIX”, y fundamentalmente a partir de la última centuria, “la filosofía empezó a separarse de la sociedad para hacerse cada vez más académica. Es un hecho curioso [...] el que, a medida que los filósofos se hacen profesores de Universidad y la filosofía se institucionaliza, ésta va perdiendo fuerza de repercusión social”.

Un evidente ejemplo es el pasado proceso de “aburguesamiento” de la sociedad. La burguesía, ya en siglo XVIII, empleó la filosofía “como arma intelectual de combate” para salir victoriosa y dictar “sus imperativos a la sociedad”. El problema llegó con el marxismo, fundamentalmente, que llevó a cabo una radical crítica de la sociedad y del papel que en ella jugaba la filosofía. Una “crítica de la filosofía social”, por decirlo de algún modo, que pergeñó el terreno para la “defensa de un orden social de predominio del proletariado”.

Ahí fue cuando la burguesía vio en la filosofía, no ya una aliada con la que confiar, sino como un enemigo al que cabía acallar, porque estaba destruyendo el orden, la estabilidad, y amenazaba con quebrantar su hegemonía, su poder. ¿Cómo lo consiguió? No tuvo más remedio que recluir a la filosofía, institucionalizándola, a los estrechos márgenes de la actividad académica, docente, meramente pedagógica. En ese contexto, la filosofía, los filósofos, podían teorizar, reflexionar y opinar sin limitaciones, pero tales consideraciones nunca superaban el estrato colegial, el ámbito universitario; quedaban allí, como un roedor enjaulado que da vueltas en su prisión sin poder escapar y tomar partido del mundo exterior.

La burguesía, pues, “pudo entonces descansar tranquila y olvidarse de la filosofía”. Éste es uno de los motivos de la gran indiferencia, y hasta un cierto desprecio, por la filosofía. La especialización acabó de aplastar el posible interés popular que aún existiera por ella, toda vez que las reflexiones tomaron el camino de un diálogo entre expertos, empleando un lenguaje obtuso, complejísimo y carente de la necesaria sencillez expresiva para ser entendido por todos. Cita Abellán a Tierno Galván, cuando éste dice: “la filosofía se apartaba de la vida por un proceso de reflexión a la vez más abstracto y lejano. Se convertía en una ciencia pura que seguía su camino con independencia de los azares cotidianos, de la convivencia como actividad y compromiso e incluso de las vivencias personales ante los hechos”.

Abellán recoge tres corrientes filosóficas que ahondan en esta percepción y filosofan según esos principios. Se trata del existencialismo, el neopositivismo y, por último, el marxismo. Será una buena excusa para repasar, grosso modo, tales posturas. Analizaremos la primera en esta nota, y las restantes en otra futura.

1) Existencialismo.

El existencialismo es un género de pensamiento filosófico característicamente antisocial, por así decirlo. Surge, ya en tiempos de Kierkegaard y Nietszche, como respuesta a la crisis social del siglo XIX. La filosofía, entendida como “filosofía de la crisis”, se enfrenta con el hombre (el hombre burgués, sobretodo), y para fundamentar su análisis se sostiene, o trata de sostenerse, mediante el recurso a lo que podría denominarse, nos dice Abellán, la “metafísica de la vida humana”, o la “ontología de la existencia”. Heidegger quiso dilucidar el lugar del hombre en el mundo, para pasar después a un estudio sobre el ser. Pero en su segunda época abandona esta propuesta y sugiere, por el contrario, una especie de “aprehensión” del ser, una iluminación del mismo casi más desde el plano poético, religioso, que puramente racional o filosófico. Sus textos abundan en “vaguedades y contradicciones [...]; el ser y la nada se confunden, poesía y metafísica llegan a identificarse...” En fin, nos comenta Abellán, una nueva muestra del fracaso de la metafísica para tratar de aclarar el problema del (y la pregunta por el) ser, y eso que Heidegger fue el filósofo que con mayor radicalidad y profundidad había acometido tal labor.

Además, prosigue Abellán, como el “filósofo existencialista se ha planteado los problemas en el ámbito técnico de su especialidad, ha dejado de lado todos los elementos sociales que tanta repercusión tienen en la estructura y el comportamiento humanos”. Y, cuando atiende a esos factores, lo hace en términos negativos: uniformismo social, tecnificación excesiva y paralizante, masificación mediocre, abstracción, etc. Del mismo modo, estos filósofos han carecido de capacidad para atender, y valorar, lo social: “para Heidegger, toda coexistencia entre hombres es simple inautenticidad; para Jaspers la única ‘comunicación’ humana es la que se produce entre espíritus privilegiados y selectos (“almas bellas”), es decir, a un nivel estético; para Sartre, ‘el infierno son los otros’, etc.”.

Con el existencialismo, pues, tenemos la impresión clara de una filosofía que escapa del contacto social, que se refugia en los recovecos de la reflexión sobre la crisis social y la del hombre, pero cuyo contenido, si se dirige a alguien, es enteramente al espíritu burgués, aunque no con el fin del cambio, sino del mantenimiento, de la defensa. De modo que, dice Abellán, “la crisis de la filosofía no es otra cosa que la crisis de la filosofía burguesa”. El existencialismo trata de vivir al margen de la sociedad, “y no hace otra cosa que revelar la necesidad de una ideología social como trasfondo de todo pensamiento filosófico”.

Echemos un vistazo a los puntos cardinales del existencialismo. La existencia del hombre es lo que debe analizar la filosofía. El hombre es lo único que está en proceso de existir, y que existe, y cuyo sino es, precisamente, preguntarse por esa misma existencia, existencia que es un proyecto a realizar, y que se vive con angustia, pues el hombre no puede escapar de lo temporal y de la historia. El valor del pensamiento subjetivo, la individualidad, la angustia, la soledad, el fracaso, el absurdo, la culpabilidad o la muerte, son términos propiamente existencialistas, y remiten a Kierkegaard, punto de referencia primero de esta corriente, tanto como a Sartre, Jaspers o el mismo Heidegger. Como señala Emilio Lledó en relación a la filosofía de éste último en particular y el existencialismo en general, “el telón de fondo sobre el que se destaca este «nihilismo teórico» es la Europa asolada por las guerras que una burguesía culpable intenta, más o menos conscientemente, justificar [...]. Para bien o para mal, su ideología filosófica es, como afirmaba Lukács, «el sueño de un burgués entre dos guerras»”. Y, remata Lledó: “una vez más, la filosofía se hace intérprete de la vida, conciencia de su tiempo; pero no conciencia crítica y creadora, sino reflexión impotente que, al no enfrentarse con un proyecto de realidad distinto, asume el fracaso en una traducción filosófica de lo que estaba pasando en la historia.”

Bien, con el existencialismo parece quedar claro la estrecha vinculación filosofía-ideología, pues los grandes filósofos que la inspiraron estaban motivados, en buena parte, por la situación de la clase burguesa, sus excesos, su contexto en el ámbito social, etc. y fue ese mismo escenario la llama que agitó sus reflexiones, y que orientó sus quehaceres filosóficos. Pero, ¿qué sucede con las dos corrientes restantes, el neopositivismo y el marxismo, también están ligadas a la ideología? ¿Y cuál es, en cada caso?

Lo veremos dentro de poco.

(Imagen: Fundación Juan March)

9.10.11

"Meditaciones metafísicas" (I), de René Descartes



Con esta nota iniciamos una escueta sinopsis argumental de la que, seguramente, es la obra de mayor calado filosófico del francés René Descartes, sus Meditaciones Metafísicas, de 1641. En seis pequeñas entregas (una por cada Meditación), recorreremos la problemática cartesiana y su búsqueda de la verdad. El Discurso del Método es su libro sin duda más conocido, y contiene muchas páginas impagables, pero posee un estilo que casi podríamos denominar "divulgativo", mucho más accesible al público en general que a los “profesionales” de la filosofía (un alivio para muchos lectores de ésta última, sin duda, aterrados a veces ante la enmarañada, prolija y probablemente innecesaria retórica a que nos tiene acostumbrados la disciplina...); las Meditaciones, por el contrario, constituyen una reflexión más genuinamente filosófica, más elaborada y profunda (prueba de ello es su primera publicación en latín, la lengua con que los intelectuales solían presentar sus obras al mundo académico), y por ello, tal vez, algo más compleja. Pero Descartes tenía la gran virtud de escribir con sencillez aún sus textos profesionales, le gustaba hacerlos asequibles, por lo que con un poco de esfuerzo es posible una buena comprensión general de los mismos.

En las Meditaciones Descartes tratará de alcanzar, y sentar definitivamente, las bases seguras y sólidas de las ciencias y la filosofía, bases que parten de la demostración de la innegable (según él) existencia de ciertos entes o principios (como Dios o el pensamiento [el cogito]), que permiten el desarrollo seguro de aquellas disciplinas. Es decir, Descartes quiere eliminar todo rasgo de inseguridad, de incertidumbre, que imposibilita el saber genuino y certero. Descartes quiere un saber indiscutible, absoluto, total. No es, por supuesto, tarea sencilla, pero en todo caso, nos dice, habrá que recurrir a la razón, pues su empleo es el único procedimiento válido que permite alcanzar algún fundamento verdadero, tanto para nuestros ejercicios intelectuales como para nuestra vida diaria y en común (por ello puede hacerse de las mismas Meditaciones, como se advierte en la Carta inicial, una lectura "práctica": la luz de la razón nos lleva a la armonía y respeto entre las distintas religiones y filosofías, porque permite alcanzar unos puntos comunes con los que ponernos de acuerdo frente a temas fundamentales aun bajo posturas radicalmente distintas). Descartes aboga, pues, por la concordia interdisciplinar, por usar la razón desde todo ámbito en beneficio de la paz, en un tiempo en el que las guerras de religión habían causado, y seguían haciéndolo, grandes estragos.

Avancemos, ya, hacia el contenido de las distintas Meditaciones.

1) Meditación primera: “De las cosas que pueden ponerse en duda”.

Como hemos dicho, Descartes busca la verdad irrefutable, la verdad de la que no es posible dudar. Busca, pues, un conocimiento sin duda, sin incertidumbre, algo que los hombres puedan señalar (metafóricamente...) y convenir en que es existente, real y verdadero, sean cuales sean las condiciones sociales, materiales o culturales de esos hombres: una realidad, por tanto, ajena a prejuicios, consideraciones provincianas o chauvinismos absurdos. Hay, por tanto, que diferenciar lo que es verdaderamente real, de lo que no. Para lograrlo, hay que dudar de todo, hasta que aparezca, como fundamento del mundo indiscutible, ese elemento o componente del que no sea posible sospechar su irrealidad. Nuestras ideas más queridas no sirven, ni valen nada, si no arriban a la cúspide de lo verdadero. Habrá que rechazarlas, si es preciso, sin ningún miramiento. Ya lo señala Descartes:


"Hoy, pues, que muy a propósito para este objeto he libertado a mi espíritu de toda clase de cuidados, me aplicaré con seriedad y con libertad a destruir en general mis antiguas opiniones"
Si, ante algo que consideramos real y verdadero, sospechamos que existe una cierta inseguridad, por ligera y nimia que sea la duda, nos veremos obligados a desecharlo. Así de sencillo. Nada es auténtico si pende sobre ello la más mínima sombra de incertidumbre. Entonces, habrá que analizar que puede ser ese “algo auténtico”, que resista la embestida de la desconfianza.

Examinemos, en primer lugar, el mundo a nuestro alrededor. Percibo cosas, objetos, tengo experiencias de ese mundo exterior. Mis sentidos ofrecen información de lo que hay más allá de mí, pero ¿son infalibles, mis sentidos? ¿Proporcionan siempre certezas sin duda? No, en absoluto. Los sentidos fallan, yerran, nos dicen que una cosa posee ciertas características cuando no es así, en realidad (sólo hay que ver los espejismos, las equivocaciones en las percepciones, etc.). Mas, por otro lado, no es lícito creer tampoco que siempre nos engañan, pues hay interacciones entre ese mundo y nosotros que parecen evidentes por sí mismas (si me dejo caer por un precipicio, aunque tenga el convencimiento de que el mundo exterior no existe, es casi seguro que acabaré hecho papilla en el fondo del barranco...). Así pues, los sentidos enseñan en parte cómo es el mundo, pero a veces engañan. De modo que ellos no pueden ser el fundamento real, puesto que Descartes pretende un saber absoluto, cierto en todo caso y momento, y ello no es así por lo que respecta a la experiencia sensible:


"Todo lo que he admitido hasta el presente como más seguro y verdadero, lo he aprendido de los sentidos o por los sentidos; ahora bien, he experimentado a veces que tales sentidos me engañaban, y es prudente no fiarse nunca por entero de quienes nos han engañado una vez"
Pero ¿y los sueños? Hay sueños muy vívidos, en los que se nos aparecen objetos, gentes y hechos casi idénticos a los que experimentamos cuando (suponemos...) estamos despiertos. Es, pues, verdaderamente difícil discriminar si estamos dormidos o no. Por ello, dado que los sentidos no colaboran para diferenciar un estado de otro (más aún, son ellos los “responsables” de tal confusión...), no pueden ser el fundamento de lo real, el proceso adecuado para acceder a la realidad irrefutable:


Veo de un modo tan manifiesto que no hay indicios concluyentes ni señales que basten a distinguir con claridad el sueño de la vigilia, que acabo atónito, y mi estupor es tal que casi puede persuadirme de que estoy durmiendo

Pensemos, ahora, en las ciencias. Hay algunas que, al tratar de asuntos de cierta complejidad, o porque consiste en el estudio de “cosas compuestas”, como la física, la astronomía o la medicina, pueden verse como inciertas; pero hay otras, sobretodo la matemática, que no analiza más que cosas simples y generales, sin preocuparse de si existen o no. Esta ciencia, la matemática, posee un conocimiento que parece cierto sea cual sea el estado en que me halle. En ambos mundos las matemáticas funcionan.


"Pues, duerma yo o esté despierto, dos más tres serán siempre cinco, y el cuadrado no tendrá más de cuatro lados; no parece posible que verdades tan
patentes puedan ser sospechosas de falsedad o incertidumbre alguna


¿Podrían ser las matemáticas el sustento del mundo real, la base de la realidad? Es curioso, pero Descartes (él mismo notable matemático) responde negativamente. Ahora nos hallamos en el confín más radical de la duda cartesiana. Las matemáticas no sirven en nuestro empeño por alcanzar el conocimiento indubitable pues, aunque sus operaciones y verdades permanezcan sea cual sea mi estado, ya duerme o esté despierto, bien podría suceder que Dios, el ser omnipotente por definición, quisiera por alguna razón que nos equivocásemos (“podría ocurrir que Dios haya querido que me engañe cuantas veces sumo dos más tres, o cuando enumero los lados de un cuadrado...”). Desde luego, a un Dios tal ya no le correspondería el atributo de suprema bondad, consustancial al concepto universal de Dios; además, demostrar la existencia de Dios es, precisamente, uno de los temas que Descartes tratará en un par de Meditaciones posteriores. Por todo ello, el filósofo francés se vio en la necesidad de crear un ente igualmente poderoso, tanto como Dios, pero perverso y malicioso: el genio maligno. El genio maligno tiene una sola función: provocar la constante equivocación, hacer que en nuestros pasos diarios, ya sean domésticos o filosóficos, erremos sin cesar. Es más, también provoca nuestro yerro en el ámbito matemático, aquel que, a priori, esquivaba la duda causada por el sueño.


Así pues, supondré que hay [...] cierto genio maligno, no menos artero y engañador que poderoso, el cual ha usado de toda su industria para engañarme. Pensaré que el cielo, el aire, la tierra, los colores, las figuras, los sonidos y las demás cosas exteriores, no son sino ilusiones y ensueños, de los que él se sirve para atrapar mi credulidad. Me consideraré a mí mismo como sin manos, sin
ojos, sin carne, ni sangre, sin sentido alguno, y creyendo falsamente que tengo
todo eso

Nos hallamos, pues, en el umbral de la desazón más absoluta. El genio maligno ha destruido todo lo que podíamos suponer que existía, nuestras opiniones y juicios sobre lo que es cierto o falso, bueno o malo. El límite entre la verdad y la mentira se difumina, y no hay asidero al que aferrarse. Pero Descartes no pierde la esperanza. Debe haber algo estable, sólido, indestructible, sobre lo que construir un conocimiento humano perdurable.

Y ésa es, precisamente, la tarea que se propone René Descartes en sus próximas Meditaciones.

3.10.11

El hombre mimético

"Hay todavía en el hombre algunas fuerzas de resistencia. Habla en contra del pesimismo social el hecho de que, a pesar de los asaltos constantes por parte de los esquemas colectivos, el espíritu de la humanidad aún permanezca vivo, si bien no el individuo como miembro de los grupos sociales, por lo menos en el individuo aislado. pero el influjo de las condiciones existentes sobre la vida del hombre promedio es tal que el tipo servil, sometido, se ha convertido en el tipo predominante en una escala arrolladora. Desde sus primeros ensayos, se le inculca al individuo la idea de que existe un solo camino para arreglárselas con el mundo: el de abandonar su esperanza de una realización máxima de sí mismo. El éxito puede ser logrado sólo mediante la imitación. Responde continuamente a todo lo que advierte en torno de sí, no sólo conscientemente, sino con todo su ser, rivalizando con los rasgos y comportamientos representados por todas esas entidades colectivas en que se ve enredado: su grupo de juegos, sus compañeros de clase, su equipo deportivo y todos los demás grupos que, según hemos expuesto, obligan a un conformismo más estricto, a un sometimiento más radical que la que hubiera podido exigir un padre o un maestro del siglo XIX. En la medida en que se torna eco de su medio ambiente, repitiéndolo, imitándolo, adaptándose a todos los grupos poderosos a los que al fin de cuentas pertenece, transformándose de un ser humano en miembro de organizaciones, sacrificando sus posibilidades en aras de la disposición de complacer a tales organizaciones y de conquista influencia en ellas, es como logra sobrevivir. es una supervivencia lograda mediante el más antiguo de los recursos biológicos de la supervivencia: el mimetismo."

Max Horkheimer, Crítica de la razón instrumental

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...