12.10.09

Sobre Heinrich Mann y Nietzsche



A primera vista, el breve tomito de Heinrich Mann parece servir de escueta y muy personal introducción a algunos personajes capitales de la historia del pensamiento. Recogiendo una sucinta pincelada biográfica, Mann captura en un par de líneas sus inclinaciones y sus antipatías hacia estos genios (que todos lo son, aunque cada uno a su manera), y pretende argumentar en tan escaso texto las virtudes y defectos de los mismos. Creo que logra con creces su propósito, aunque no comparto plenamente su visión en el caso de Friedrich Nietzsche. Sin embargo, la idea que sustenta -y que emerge de vez en cuando- toda la obra de Mann es la defensa de una cultura democrática en la que la mayoría, la masa y el grupo, son considerados como los motores de la sociedad, y del futuro humano. El primado gregario es, aquí, comprensible, teniendo en cuenta el momento y las circunstancias sociales y políticas en que escribe Mann su ensayo sobre Nietzsche (1939).

En primer lugar es de justicia reconocer el mérito del hermano de Thomas Mann en la crítica a la figura del gigante alemán, tan cara en sus tiempos, cuando Nietzsche era elevado a los olimpos un día y otro también. Su valentía de nadar contracorriente en su apreciación de la obra y repercusión de este último ya nos merecen nuestra simpatía; hay que tener agallas para pensar de forma distinta al marco intelectual de tu tiempo, sobretodo si tus reflexiones críticas atañen a un personaje tan arraigado en la cultura y la acción de un país como era Nietzsche en la Alemania de mediados del siglo pasado. También podemos conceder como acertada la censura de Mann hacia las particularidades de la personalidad de Nietzsche: orgulloso, arrogante, despreciativo, fanfarrón, endiosado, petulante, etc. Todos estos defectos los tuvo el autor de "Ecce Homo" y "Aurora"; un mero vistazo a sus escritos lo revela y pone de manifiesto su carácter y consideración de sí mismo.

La lectura del ensayo de Mann revela un palpable resentimiento hacia Nietzsche. Se trata de un resentimiento por lo que escribió, por sus ideales, sus valores y acciones. Excepto un par de atributos propios de Nietzsche que Mann aprecia (“era ingenio, contradictorio, siempre sincero”), casi todo lo demás, tanto lo que fue como lo que impulsó, tanto aquello que defendió como lo que atacó, es motivo de crítica. Para el hermano de Thomas Mann, por ejemplo, Nietzsche es, sino responsable, al menos sí instigador de regímenes totalitarios, de guerras con millones de víctimas inocentes y de inclinaciones personales cercanas a la locura, por su naturaleza anti-social y anti-gregaria (no confundir los términos).



"Nietzsche ha votado por la guerra, especialmente por la guerra con muchas víctimas", afirma Mann. También asegura que los tiempos de paz en que vivió aquel influyeron para su ansia de lucha, cansado de tanta calma y tranquilidad. Nietzsche abogaba por la disputa, la confrontación, la elevación de la cultura aristocrática, de unos pocos, por encima de los demás, la plebe, el pueblo: el sacrifico de la mayoría por la ascensión de un grupo reducido, creador de nuevos valores. Su metafísica, añade Mann, “le convenía a él y a nadie más”.

Son comprensibles, repetimos, estos reproches en el marco histórico en que vivió Mann; y son reproches, repetimos también, que guardan un substancial reflejo con una interpretación “justa” que puede hacerse de Nietzsche dentro de un contexto convencional. Sin embargo, para entender cabalmente a este pensador es necesario, sospechamos, ver más allá incluso de su época y su situación social. No porque sus escritos o sus pretensiones no puedan aplicase a su tiempo, sino porque es más allá de él como podemos, tal vez, adivinar el rumbo de sus pensamientos, y su efectiva intención.

Los textos de Nietzsche son, por sí mismos, complejos y contradictorios. A veces se prestan a lecturas opuestas, y otras no transmiten más que confusión, como el propio Mann señala. Esto produjo, como es lógico, que muchos efectuaran interesadas aproximaciones a sus obras y sus palabras, justificando sus actos (sean loables o bárbaros) gracias a la ambigüedad de Nietzsche. Eso ha sucedido, por ejemplo, con los hedonistas (Nietzsche siempre abogaba por liberar la vida, por recuperar los instintos y reinvertir aquello que el sacerdote había calificado como “malo” [todo lo que, en realidad, es bueno en la vida], y viceversa), que se aferraron al alemán para dar rienda suelta a sus pulsiones largamente reprimidas. Sin embargo, Nietzsche nunca vio con buenos ojos el hedonismo autocomplaciente y sin control; hay que exigir disciplina, sacrificios, e incluso ascesis, para lograr la fidelidad a la vida creciente, una vida superándose cada vez a sí misma. Sólo aquellos que dominan sus impulsos y pasiones son los grandes hombres, los “señores”, los verdaderos aristócratas, pero aristócratas no por su posición social, como parece interpretar Mann, sino por la creación de nuevos valores, por estar “más allá del bien y del mal”, y porque son la avanzadilla de una nueva moral.

Los guerreros, también amparados por la pluma de Nietzsche, no son “guerreros” violentos (“la sangre es el peor testimonio de la verdad, envenena incluso la doctrina más pura”, afirmó en una ocasión el filósofo) en el sentido habitual, no son los soldados que salen al campo de batalla a dar su vida por un bando u otro, sino sujetos que son fuertes y nobles porque han comprendido la falsedad de la vida y rechaza la moral de los esclavos, porque ven en Dios la gran impostura, y tratan de afirmar su propia existencia e irradiar la vida, elevándola en virtud de los valores individuales y la autosuperación.

Si bien es cierto que Nietzsche habla y escribe acerca de los pueblos ‘esclavos’ y los ‘señores’, no subyuga tales estratos “sociales” a una división férrea y deseable, sino a una mera circunstancia histórica; no son menos ‘esclavos’ aquellos ricos y poderosos que utilizan sus recursos para hostigar, violentar o causar penurias a los pobres y desamparados, porque en última instancia están igualmente sujetos a la moral esclava y al ámbito de los valores tradicionales. Acerca de ser “impulsor” de las guerras o del racismo, o de mostrarse partidario de nacionalismos radicales, Nietzsche también aseguró: “el narcisismo de la consciencia de la raza germánica es casi criminal”, o “yo tengo una sencilla norma; no tener ningún tipo de trato con promotores del racismo”.

El ansia de Nietzsche, en definitiva, es la de crear una sociedad (pero siempre empezando por el individuo) afirmativa en sus valores y méritos, una nueva valoración de la vida, vitalista, que sustituya la concepción cristiana tradicional. Para ello se precisa la emergencia de una moral innovadora, con una serie de individuos creadores de nuevos atributos humanos.

Heinrich Mann, por su parte, aboga por una moral, si es que puede decirse así, democrática, una cultura en la que manda el grupo, las tendencias gregarias, en las que aunque el individuo crezca por sí mismo, está todavía supeditado y anclado a la “moral del rebaño”, en términos nietzschanos. Mann defiende que lo bueno, lo positivo para la sociedad, es igualmente bueno para el individuo o, si se quiere, que lo mejor para todos puede no ser, como en el caso de Nietzsche, el triunfo de una minoría efectiva, sino compartir un destino común y una mejora en el seno social y democrático.

Se trata, por lo tanto, de dos percepciones distintas del papel que ha de jugar —y de cómo jugarlo— el individuo dentro del gremio social. Una busca el esplendor de una “aristocracia” fuerte y afirmativa, creadora de nuevos valores y perseguidora de ideales dionisíacos; otra aparca el impulso personal, o lo limita, en pos de un equilibrio colectivo y de una renta democrática que tenga como meta el enriquecimiento de todos. Ante dos propuestas tan radicalmente antagónicas, la elección nunca resultaría sencilla, y quizá acabaríamos decidiendo más por nuestras propias tendencias personales que por un análisis racional y distanciado de los beneficios y perjuicios que ambas, como es lógico, presentan.

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