16.9.09

Filosofía china antigua: Moísmo



Llamado también Mo zi o Mo Tzu, Mo Di encarna el primer pensador importante después de Kong Qui (conocido como Confucio, del que hablaremos en breve). Vivió en pleno siglo V antes de Cristo, y tuvo un papel relevante en la sociedad de su tiempo dado que era experto en temas económicos y de guerra, además de sus conocimientos y consejos de corte moral que prodigaba allá donde trabajó. El Mozi es el libro que recoge las enseñanzas de Mo Di y sus discípulos.

Aunque parece que, en primera instancia, Mo Di aprendió algunas directrices y planteamientos confucianos, bien pronto se le reveló la inadecuación de éstos para resolver los problemas sociales y políticos que reinaban a la sazón. Por ejemplo, Mo Di consideraba inútil la excesiva preocupación de Confucio y su escuela (la de los letrados) por los ritos, los actos ceremoniales e incluso los cultos funerarios, dado que suponían un gasto superfluo, una función puramente estética y muy perjudicial para el bienestar económico y social, y, además, una gran hipocresía por parte de los letrados, quienes cuidaban la preparación de ritos en honor de los espíritus sin creer realmente en ellos.

Mo Di creó una escuela, la Mójia, cuyos miembros seguían una severa disciplina y en donde aprendían todo lo relativo a la defensa de ciudades, fortificaciones, etc. La escuela, que solía recibir gente de clases populares (al contrario que la de Confucio, que sólo aceptaba a los nobles), tenía carácter casi militar, en organización y obediencia a un superior (el propio Mo Di, que fue el primer maestre), y vivían de forma muy sencilla y austera. Su propósito era formar funcionarios útiles al Estado, pero basándose siempre en las ideas de Mo Di, cuyo objetivo último era "racionalizar la sociedad, eliminando las tradiciones inútiles e introduciendo prácticas diseñadas para el mayor provecho de la colectividad" (Mosterín, 2007).

La doctrina de Mo Di parte de la idea del "amor universal". Mo Di sostenía que, para distinguir entre las acciones buenas y malas, lo correcto e incorrecto, y entre una dirección política adecuada o nefasta, se necesita un criterio o un método que nos permita dilucidarlas (de aquí nacería un interés por la lógica y sus principios): este criterio lo resume Mo Di en hacer o realizar aquello que el Cielo desea. Y lo que el Cielo desea (entendido éste como una entidad divina y personal, ordenadora de los acontecimientos) no es más que, como puede suponerse, un amor universal e incondicional entre todos los ciudadanos del mundo. No trata el Cielo de forma distinta a unos y otros, sino que les brinda por igual su luz, su oscuridad, y a todos ellos les envía lluvias, tempestades, beneficios y desgracias. Si esta es la forma en que el Cielo nos atiende, entonces nosotros también debemos hacer lo mismo. El "amor universal", el que ofrece amor a todos los seres humanos sin consideración particular alguna, es el vehículo mediante el cual la sociedad puede ganar en confianza, en respeto y ayuda y prosperidad. Si los mandatarios y soberanos aplicaran este principio la evolución y mejora de los pueblos, la calidad de vida y el progreso serían evidentes, y los beneficios (enriquecimiento de la población pobre, incremento de la estabilidad y los tiempos de paz, aumento de población, etc.) lograrían impulsar una nueva edad de oro.

El principio del "amor universal" es una réplica directa a otro, el de la "gradación del amor", propio de la escuela confuciana, que abogaba por una escala distintiva en la aplicación del amor; según ésta había que amar y tratar de manera muy diferente a las personas desconocidas o extranjeras que a las de la propia familia. El amor hacia un vecino o alguien a quien vemos poco debe ser mucho menor y menos intenso que el que brindamos a nuestros padres o hermanos. Mo Di creía que esta segregación y discriminación amorosa, habitual en los ambientes cortesanos afines a los seguidores de Cofucio, era un trato humano que tan sólo provocaba enemistades, conflictos y egoísmos familiares, y del que era necesario prescindir para ordenar y pacificar el mundo.

Las personas inteligentes y racionales, pensaba Mo Di, únicamente precisaban de su misma razón para entender y aplicar el principio del amor universal, porque comprenden que hacer el bien repercute y amplía el bien a nuestro alrededor, mientras que hacer el mal es incrementar el dolor y la perversidad, hechos que no benefician a nadie. Pero, a aquellos otros que no llegan al convencimiento del amor universal se les debe persuadir recurriendo a miedos religiosos. Así, era vital reimplantar la creencia en los espíritus para hacer ver que toda acción humana conlleva consecuencias sancionables, es decir, que todo lo que hagamos será premiado o castigado en función de si lo hecho está en consonancia con los preceptos de aquellos. La creencia de Mo Di en el Cielo y los espíritus era más bien interesada que sincera: aunque los guerreros, de los que formaba parte, mantenían dicha creencia por pertenecer al pueblo llano, al contrario que los letrados, que hacía ya tiempo eran escépticos (pese a mantener los ritos, como hemos dicho), a Mo Di lo que le motivaba era seducir a los incrédulos con la sanción de sus actos para que los orientaran hacia el amor universal.

Por último, dejaremos constancia de la peculiar relación de Mo Di con la guerra. Mo Di fue un antibelicista convencido, sabedor de que la violencia y los enfrentamientos llevan a la guerra, el mayor desastre posible del que son capaces los hombres. La guerra es condenable moralmente, desde luego, pero además afirma Mo Di que toda guerra no proporciona ningún bien a ninguno de los dos bandos; en efecto, lo que se pierde en una contienda tal (en vidas humanas, esfuerzo, tiempo, dinero, riquezas) siempre es mucho más que lo obtenido, por grande que sea. Lo explica Mo Di con estas palabras:

"Considera un país a punto de entrar en guerra. En invierno el frío es terrible, en verano el calor. Esto implica que ni en invierno ni en verano se puede hacer guerra. Pero si se hace en primavera, los campos no estarán sembrados; si en otoño, no se recogerán las cosechas. Y si se pierde sólo una estanción, el número de gente que morirá de frío y hambre es incalculable. Considera el equipo, las armas, las flechas que se perderán, los carros destruidos, los bueyes y caballos que caerán, las bajas militares, el número inabarcable de personas que perecerán. El Estado habrá robado al pueblo sus ingresos y disminuida su fuente de beneficios. Y todo esto, ¿por qué? Porque codiciamos la fama y el botín de ganar la guerra. Lo que ganamos no sirve para nada y es mucho menos de lo que perdemos".

¿Cuántos seres humanos, bienes y fortunas culturales permanecerían en pie y dignas de ser admiradas si, desde que Mo Di pronunciara estas palabras, los mandatarios y jefes de Estado, Emperadores y presidentes de Repúblicas y Gobiernos las hubieran tenido en cuenta antes de ordenar la entrada en guerra con sus hermanos?

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