20.2.09

La Mayéutica de Sócrates



Se cuenta que una voz interior, una especie de daimon (o duende que sirve de enlace entre el mundo divino y el humano), fue el que llevó a Sócrates (470-399 A. de Cristo) a erigirse en formador intelectual y moral de las calles atenienses. Su intención era poner a prueba a la razón humana, descubrir cuál era su alcance y determinar hasta dónde nos conduce. Para ello hacía uso de una incansable batería de preguntas e interrogaciones a los buenos ciudadanos de Atenas, cuestionándoles acerca de la virtud y el conocimiento.

Sócrates, un tanto harto del relativismo gnoseológico y ético de los sofistas, y confiado en las posibilidades de la razón (aunque al mismo tiempo consciente de sus posibles limitaciones), quería sentar firmemente la raíz de un conocimiento verdadero y una conducta ética adecuada. En otro momento, quizá, nos centraremos en este último punto, así como la noción socrática de Dios; ahora nos dedicaremos a su método de conocimiento, y en concreto, a la mayéutica.

El método socrático procede, en base a una serie de preguntas y respuestas, a hallar definiciones que puedan considerarse universales, más allá de las opiniones (dóxai) de los sofistas, definiciones que perduren y sean por todos aceptadas. El procedimiento parte de los casos concretos de la experiencia; a continuación se detecta en dichos casos algunos puntos o aspectos similares en todos ellos, para finalmente extraerlos y reunirlos bajo la forma de un concepto. Este concepto, que pretende ser universalmente válido, determina lo que son las cosas, un saber permanente acerca de las mismas. Por ejemplo, si conseguimos obtener una definición universal de justicia, entonces dispondríamos de un concepto seguro y fiable que sirviera tanto para juzgar actos individuales como decisiones y códigos morales de otros lugares y Estados.

Para lograr este concepto universal se precisa de una larga conversación y discusión entre hombres (la dialéctica), porque esta dialéctica es la que nos brinda qué hay de común en los pensamientos variopintos de las distintas personas. Partiendo de unas nociones más bastas de lo que pretendemos saber (por ejemplo la definición de bien, virtud, etc.) nos acercamos lentamente hasta otra mejor. Dado que este razonamiento parte de los ejemplos concretos de nuestra experiencia y se eleva hasta lo universal, desde lo menos hasta lo más perfecto, este tipo de proceder socrático suele denominarse razonamiento inductivo.

Según Sócrates, por lo tanto, la tarea de la dialéctica (y, por extensión, de la ciencia) es alcanzar los conceptos generales por medio de comparación entre hechos particulares. El procedimiento aboga, en definitiva, por llevar al sujeto al descubrimiento de la verdad, una verdad interna, que sale a la luz (mayéutica) gracias a una inteligente sucesión de preguntas y respuestas. Dice Sócrates, según Platón, en el Teeteto (150): “Lo mejor del arte que practico es, sin embargo, que permite saber si lo que engendra la reflexión del joven es una apariencia engañosa o un fruto verdadero”. Pero Sócrates no afirma nada, sino tan sólo interroga, pues Sócrates se confiesa ignorante (su famosa cita sobre el saber...). La intención, más incluso que alcanzar un saber determinado, es liberar al sujeto de una situación en la que él cree saber pero que, en realidad, no es así. Sócrates no enseña nada, sino que extrae del interior de cada uno de nosotros los conocimientos para, así, poder juzgar si nuestras respuestas son o no adecuadas. Por lo tanto, la mayéutica descubre que el fundamento del saber radica en nosotros mismos, al que accedemos en virtud del diálogo. (Son evidentes, también, las conexiones entre esta noción socrática y la teoría de la anámnesis platónica, que ya vimos en otra ocasión)

La palabra mayéutica designaba, en origen, el arte de las comadronas de dar a la luz a las parturientas (la madre de Sócrates, según dice su alumno Platón, era precisamente una de estas comadronas). La analogía con su aplicación a la filosofía es curiosa. Las comadronas ayudan a dar a luz hijos que ellas no han engendrado, sino que se hallan en la matriz de otras mujeres. De la misma forma, Sócrates, interrogando a sus interlocutores, “da a luz” ideas que, afirma, no proceden de él, sino que residían en la mente de aquellos, pese a que ellos mismos desconocen su existencia.

De aquí parte también el sentido de su frase, grabada en el frontón del templo de Delfos: “Conócete a ti mismo”. Hay que descender hasta nuestras interioridades más profundas y extraer de ellas, mediante el diálogo con nuestro espíritu, las verdades permanentes.

Hoy, por desgracia, son pocos quienes siguen el consejo y el método socrático. Dejamos que sean los demás, los otros, quienes nos digan y expongan las verdades trascendentales para nuestra vida. A veces proceden, esas voces sustitutorias de la nuestra, de la enseñanza; otras, de los medios de comunicación; otras más, de instituciones gubernamentales; y aún hoy, de salmos y textos sagrados proclamados desde púlpitos parroquianos. Dejamos que los demás nos descubran la realidad, el sentido y la verdad. Quizá por pereza, inercia o extravío, pero con la total carencia de espíritu reflexivo que propugnaba, 2.500 años atrás, la mayéutica del buen Sócrates, cuya agonía tras beber la cicuta debe servirnos para regresar a ese “Conócete a ti mismo”, a un desnudar íntimo de las verdades y una aproximación, por esforzada y difícil que sea, a la propia realización personal.

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