23.11.09

El nacimiento de la filosofía, según Giorgio Colli



Es lugar común en la tradición presentar el origen de la filosofía como producto de un cambio en el pensamiento humano, que abandona la perspectiva mítica del mundo para abrirse paso en la corriente de la razón. Suele concederse a los filósofos presocráticos la primacía en este menester revolucionario, pero dado que éstos aún exhiben ligeros retazos de mitología engarzada en sus elucubraciones y reflexiones racionales, han sido las figuras de Platón, y posteriormente su discípulo Aristóteles, quienes han protagonizado para la historia la germinación definitiva del pensamiento en base a la razón, es decir, la filosofía. Éstos son los rostros de la verdadera sabiduría, se nos dice, y no los comediantes homéricos o los poetas. Con la razón nace la sabiduría; la filosofía, “el amor a la sabiduría”, marca, pues, el inicio del interés humano por el conocimiento, por la verdad y el bien.

Giogio Colli, uno de los más notables filósofos (por así decir) “librepensadores”, estaría (sólo en parte) de acuerdo con esto siempre que atendiéramos, y comprendiéramos, qué significa el mismo vocablo “filosofía”. Su librito (apenas un centenar de páginas) “El nacimiento de la filosofía” cabría incluirlo en el temario de todo aprendiz de filósofo, o de instructor de la filosofía, quizá no tanto por su contenido, sino porque invita a leer al revés la historia de las ideas, y con ello, brinda una nueva vuelta de tuerca a la noción de filosofía. No estamos en condiciones de afirmar o rebatir a Colli; pero su propuesta es tan atractiva que no nos resistimos a recogerla y darle difusión. Aquí realizaremos un comentario sencillo de algunas de sus tesis principales.

Casi a mitad de su obra, Colli menciona unas palabras de Heráclito, una especie de acertijo, cuyo significado vendría a ser que si bien los sentidos, y lo que transmiten, no son condenables, sí lo sería nuestro intento de convertir esa experiencia sensorial en algo estable, en algo externo a nosotros; al tratar de fijarla, la falsificamos: conocida es su expresión: “no se puede entrar dos veces en el mismo río”, que señala como lo único existente la sensación instantánea, sin que detrás haya nada objetivo. Paralelamente, otro tema esencial en Heráclito es el “pathos” de lo oculto, como señala Colli: concebir el fundamento último del mundo como algo insondable. Podemos designar a los dioses de la forma como queramos, como símbolos, pero siempre atendiendo a que tal denominación es inadecuada, precisamente por el carácter oculto de los mismos (“a la naturaleza primordial le gusta ocultarse”, dice Heráclito). Todo esto se dirige hacia una concepción del “alma, lo oculto, la unidad, la sabiduría, como lo que no vemos ni cogemos, pero llevamos dentro”. Colli acaba sosteniendo que toda la sabiduría de Heráclito puede entenderse como un “tejido de enigmas que aluden a una naturaleza divina insondable”; la sensación de corporeidad del mundo, su multiplicidad, es mera ilusión, una trama de enigmas, un tapiz de contrarios que sólo llega a su solución con el logro de la unidad, el dios, que abarca “día noche, guerra paz, invierno verano...”

Pero si el origen de la sabiduría griega parte de una experiencia mistérica, enigmática y mística, ¿cómo pudo pasarse del sustrato religioso a un pensamiento racional y discursivo? Es la misma pregunta que podríamos hacernos en relación a la Edad Media, cuando confluyeron, en los mismos protagonistas principales, las distintas percepciones de la una idéntica realidad: mágica y racional, oculta y manifiesta, intangible y material. Para Colli la solución en la antiguedad vino de la mano de la dialéctica, entendida en su sentido primordial, como el arte de la discusión. El desafío de un hombre a otro, que requiere de éste que le rebata con relación a un saber, dicho o afirmación cualquiera. Tras la discusión se alcanza un nuevo conocimiento, producto bien de la refutación de la tesis del interrogador, bien su confirmación al no poder el adversario hacerle frente argumentativamente. Aquí no son necesarios jueces que decidan quién gana; es la misma naturaleza de la discusión la que proporciona el veredicto. Como nos ha enseñado Aristóteles y menciona Colli, “demostrar una determinada proposición es hallar un concepto (universal) tal que, aplicado a los dos términos de la misma, de forma que partiendo de esa conexión pueda deducirse (demostrarse) la proposición”. Toda discusión sería, pues, “la búsqueda de universales cada vez más abstractos”.

Más adelante señala Colli que el enigma aparece como “el fondo tenebroso, la matriz de la dialéctica”. Porque enigma lo designan las fuentes como “próblema”, pero en el lenguaje dialéctico el término está presente como desafío; así pues, el enigma es el germen de la dialéctica, enigma casi siempre presentado de forma contradictoria (como la misma esencia de la dialéctica). Misticismo, agonismo, dialéctica, racionalismo... todas estas expresiones no fueron algo antitético en la antigua Grecia, sino que serían fases sucesivas de un mismo fenómeno.

También hace referencia Colli a la elaboración, por parte de generaciones de dialécticos, “de un sistema de la razón, de un logos, como fenómeno vivo, concreto, puramente oral”, y del que la discusión escrita (como sucede con las obras de Platón) no sería más que un sustituto de escaso valor. Colli se pregunta si ese edificio del logos contiene un contenido doctrinal de la razón (más allá de la formación conceptual y la de normas reguladoras del discurso), y la respuesta para él es negativa, porque en el planteamiento subyace un interés “destructivo”. Y este interés ya existía en el origen de la misma dialéctica: si el interrogado adopta una tesis, el interrogador (si es eficaz en su cometido) la destruirá; pero si escoge la antitética, lo hará igualmente; si la victoria cae del lado del interrogado es por mera inoperancia dialéctica de su contrincante. Las consecuencias son devastadoras, como señala Colli: “cualquier juicio puede refutarse”. Por ello, toda doctrina o “proposición científica estará igualmente expuesta a la destrucción”.

Tras Heráclito, la figura de Parménides, envuelta ya en el remolino dialéctico, hace frente a un nuevo “próblema”, el de decidir entre el ser y el no-ser. Parménides manda optar por la primera elección, porque en caso de elegir la otra nos veríamos ahogados por el nihilismo de la dialéctica, la encerrona devastadora de un “no” eterno, a todo y a todos. El “es” salvaguarda, según Colli, la naturaleza metafísica del mundo. Pero en Zenón de Elea, discípulo de Parménides, hay una reorientación dialéctica. Aunque suele decirse que el uso que Zenón hace de la dialéctica está encaminado a defender a su maestro de los pluralistas, que rechazan el monismo total de Parménides, lo cierto es que dicho uso se dirige, por el contrario, a rechazar la senda del “es” y transitar por su opuesta, la misma que su maestro prohibió seguir. Zenón desata la argumentación dialéctica en una orgía extrema, generalizando la dialéctica demoledora a todo ámbito, objeto o concepto. La dialéctica, nos dice Colli, “dejó de ser una teoría agonística para convertirse en una teoría general del ‘logos’”.



Se llega, pues, a la circunstancia en que todo aquello que es expresado y que remite a objetos, sensibles o abstractos, existe y no existe al mismo tiempo, “y que además se demuestra que es posible y al mismo tiempo imposible”. En definitiva, la dialéctica conlleva la destrucción de la realidad de cualquier objeto. Para Colli, “Zenón se dio cuenta de que no se podía bloquear el desarrollo de la dialéctica y de la razón, pues descienden de la esfera del enigma”; trató, por el contrario, de potenciar hasta lo radical el dinamismo de la dialéctica, hasta su extremo absoluto, alcanzando el nihilismo total. Quiso hacer ver, en definitiva, que el mundo a nuestro alrededor no es más que mera apariencia, el pálido reflejo del mundo divino, y nada más. Pensadores posteriores a Zenón, e incluso el mismo Aristóteles dieron por superadas las aporías de Zenón (que vimos en una nota anterior), pero ninguno consiguió demostrarlo.

Si aún aguardamos la refutación (verdadera, irrevocable, categórica) de las tesis zenonianas, esto quizá signifique, señala Colli, que el suyo sería el logos racional por antonomasia, “el punto extremo de la racionalidad griega”. La razón de la Grecia antigua era vista como un “discurso” sobre algo, un logos que habla de alguna otra cosa; Colli sostiene que ese “algo” constituye “el fondo religioso, la experiencia de exaltación mística, lo que la razón tiende a expresar de algún modo, gracias a la mediación del enigma”. Después el logos perdió esa función alusiva, y se juzgó al discurso como autónomo en sí mismo, como espejo de un objeto independiente. Pero en sus orígenes la razón nació como un complemento, pues su raíz estaba en algo más allá de ella, algo que el mismo discurso, el logos, no podía revelar, sino tan sólo señalarlo. En lugar de edificar una formulación nueva del logos, que suscribiera una “autonomía propia de la razón, se mantuvieron las normas del logos primitivo, que había sido sólo un medio... y que de auténtico que era pasó a ser... un logos espurio”.

Gorgias, el escéptico radical (ver apunte correspondiente), con sus tres tesis principales (“nada existe”, “si existiera sería incognoscible”, “y, en caso de no serlo, no podría comunicarse a los demás”) declara abiertamente la dominación definitiva del nihilismo, poner todo en duda, hasta la misma naturaleza divina. “Gorgias”, nos dice Colli, “es el sabio que declara acabada la era de los sabios”. Con Gorgias, además, acontece un cambio en las condiciones en que se desenvuelven las discusiones: hasta entonces eran algo privado, destinado a cierta clase social o grupo específico (puramente esotérico, pues, dada su condición de saber limitado a un círculo restringido); a partir del siglo V antes de Cristo, sin embargo, se abrió el campo del aislamiento dialéctico, y pasó de ejercerse en un ambiente reservada a uno amplio, populoso y menos exclusivo: lo dialéctico abandona lo ‘secreto’ y entra en lo público. Con ello, la dialéctica inicia su adulteración, ya que en lugar de mentes en liza tenemos un grupo nutrido e inexperto que escucha, sin participar. La discusión termina, se inicia el sermón.

La retórica hace así su aparición, mancillando la dialéctica previa. Pese a su carácter oral, desaparece la contienda; ya no se encaran, se contradicen y ‘luchan’ en pos de un triunfo dialéctico, sino que ahora lo que prevalece es un discurso retórico en el que el orador trata de convencer, subyugando a la plebe que le escucha. Ya no sólo entra en juego la fuerza dialéctica, sino también un componente emocional, la seducción de los oyentes. “En la dialéctica se luchaba por la sabiduría; en la retórica se lucha por una sabiduría dirigida al poder”. El contenido de la dialéctica retorna al mundo individual, de lo humano, sus pasiones e intereses.

Un postrer elemento que configura la decadencia de la sabiduría antigua lo constituye la “gradual generalización de la escritura en sentido literario”; en la discusión dialéctica las abstracciones y las propias palabras del logos se aprehenden, se captan gracias a la misma participación en la discusión, pero en la oralidad esa interioridad se desvanece. Platón, indica Colli, creó el diálogo como literatura, en la que su narrativa recorría los distintos contenidos de las discusiones, a un público indiferenciado: es el mismo Platón quien nombra a ese nuevo género literario como “filosofía”, que posteriormente definiría los textos escritos acerca de temas abstractos, racionales, políticos y morales.

Gracias a Platón es posible, hoy, apreciar las cualidades del pensamiento griego antiguo, y señalar su importancia mucho más allá que como “una mera anticipación balbuciente”, consideración a lo que deberíamos ceñirnos de ignorar la sabiduría de tal pensamiento. En efecto, “Platón llama a su literatura ‘filosofía’ para contraponerla a la ‘sofía’ anterior”. Platón define las épocas anteriores (Heráclito, Parménides, etc.) como la era de los “sabios”, mientras que, humildemente, se define a sí mismo como un “filósofo”, esto es, como el “amante de la sabiduría” (pero que aún no la posee, al contrario que los citados).

Platón manifiesta que la sabiduría transmitida por la escritura será siempre no-verdadera, aparente; ningún escrito puede transmitir un arte, o un saber último. Aunque describan pensamientos no habrá nunca forma de aclarar su significado, puesto que siempre seguirán expresando lo mismo. En otro lugar, afirma Colli: “Platón niega en términos generales la posibilidad de expresar un sentimiento serio”; si esto es cierto, todo lo que de Platón conocemos (es decir, sus textos escritos), puede que tampoco sea nada serio... Es más, si la escritura tiene este valor para Platón (“si alguien pone por escrito lo que es fruto de sus reflexiones... es cierto que los mortales le han quitado el juicioSéptima Carta), entonces, como se pregunta Colli, “¿sería también toda la filosofía posterior... algo no serio?

Finalmente, Colli señala “así nació la filosofía, criatura demasiado compleja y mediata como para contener dentro de sí nuevas posibilidades de vida ascendente. Las extinguió la escritura... lo que nos interesaba sugerir es que lo que precede a la filosofía, el tronco para el que la tradición usa el nombre de “sabiduría” y del que sale ese vástago pronto atrofiado, es para nosotros... más vital que la propia filosofía”.

Atinado o equivocado, tendencioso o ponderado, creador de un disparate filosófico o de una nueva manera de entender la racionalidad, lo que no cabe discutir a Giorgio Colli es su valentía, un atrevimiento rayano en la insolencia, que le permite examinar cuestiones ordinarias a la luz de un enfoque renovador. El resultado es una manera distinta de tratar la filosofía, el conocimiento y los valores que subyacen en esta disciplina milenaria, cuyo significado Colli ha retratado polémica y controvertidamente. A los treinta años de su muerte, rendimos este pequeño homenaje a un pensador a contracorriente, que nadó en aguas turbulentas para bien de la filosofía, sea ésta sabiduría o un simple amor hacia ella, como una lejana tierra prometida que podemos ver, pero a la que, por muchos esfuerzos que hagamos, nunca podemos llegar.

19.11.09

Lo que nos envuelve

"Filosofar sobre lo Circunvalante significaría penetrar en el ser mismo. Esto sólo puede tener lugar indirectamente. Pues mientras hablamos, pensamos en objetos. Necesitamos alcanzar por medio del pensamiento objetivo los indicios reveladores de ese algo no objetivo que es lo Circunvalante.

Ejemplo de lo que acabo de decir es lo que acabamos de pensar juntos. La separación del sujeto y el objeto, en la que siempre estamos, y que no podemos ver desde afuera, la convertimos en nuestro objeto al hablar de ella, pero inadecuadamente. Pues separación es una relación entre cosas del mundo que me hacen frente como objetos. Esta relación resulta una imagen para expresar lo que no es en absoluto visible, lo que no es nunca objetivo ello mismo.

De esta separación del sujeto y del objeto nos cercioramos cuando seguimos pensando en imágenes, partiendo de lo que nos está originalmente presente, como de algo que tiene por su parte un múltiple sentido. La separación es originalmente distinta cuando me dirijo como intelecto a objetos, como ser viviente a mi mundo ambiente, como «existencia» a Dios.

Como intelectos estamos frente a cosas comprensibles, de las que tenemos, en la medida en que se da, un conocimiento de validez universal y necesaria, pero que es siempre de objetos determinados.

Como seres vivientes, situados en nuestro mundo ambiente, somos alcanzados en éste por aquello de que tenemos experiencia intuitiva sensible; por aquello que vivimos realmente como lo presente, pero no capta ningún saber general.

Como «existencia» estamos en relación con Dios -la trascendencia- mediante el lenguaje de las cosas, que la trascendencia convierte en cifras o símbolos. La realidad de este ser cifras no la capta ni nuestro intelecto ni nuestra sensibilidad vital. Dios es como objeto una realidad que sólo se nos da en cuanto «existencia» y que se encuentra en una dimensión completamente distinta de aquella en que se encuentran los objetos empíricamente reales, que pueden pensarse con necesidad, que afectan nuestros sentidos.

Así es como se desmiembra lo Circunvalante en cuanto queremos cerciorarnos de ello, en varios modos del ser circunvalante, y así es como tuvo lugar el desmembramiento al seguir ahora el hilo conductor de los tres modos de la separación del sujeto y el objeto: primero, el intelecto como conciencia en general en que somos todos idénticos; segundo, el ser viviente, en el sentido del cual somos cada uno de nosotros una individualidad singular; tercero, la «existencia», en el sentido de la cual somos propiamente nosotros mismos en nuestra historicidad
".

Karl Jaspers, "La filosofía", Breviarios, FCE, 1973-1995.

13.11.09

La estética de Platón



(Serie dedicada a los 'Diálogos' de Platón [en preparación])

Es por todos conocido que Platón expulsó de su Estado ideal a los dramaturgos y poéticas épicos; además, no parece que el ateniense apreciara significativamente la belleza natural que le rodeaba, pues atendía al lugar en donde se hallaba, al ambiente que le servía para discusiones o por mero descanso físico, en función de su utilidad. No miraba al mundo y admiraba su belleza, sino que estaba en el mundo y agradecía su funcionalidad para ciertos momentos y circunstancias. Con estos antecedentes podríamos concebir la personalidad de Platón como insensible ante la belleza, pero la realidad es más compleja, y no exenta de contradicciones; si bien es justo reconocer su ausencia de interés por la belleza natural, no sucede lo mismo con la belleza humana, ni con la creada por nuestra civilización.

La razón de que Platón expulsase a casi todos los poetas de su República obedecía a causas morales y metafísicas; mas esto no implicaba que no sintiese estima por las composiciones de Homero, por ejemplo, ni de que no le tuviera una cierta admiración: “Alabamos muchas cosas de Homero”, “Debo hablar, por más que la afición y reverencia a Homero, que desde mi juventud me han dominado, me retraigan de hacerlo”, y “estamos dispuestos a reconocer que Homero es el mayor de los poetas y el primero de los trágicos”, son muestras textuales de la República que señalan el evidente respeto que Platón profesaba por aquel.

El arte parte de la apreciación por la belleza, que el arte produce (o que, más bien, es el mismo arte). Cualquier teoría sobre el arte debe partir de la noción de belleza. Para Platón, la belleza existía realmente, y la presente en el mundo de los sentidos participaba o derivaba de una Belleza universal, de la cual las cosas sensibles eran aproximaciones más o menos logradas. Hay grados diversos de belleza: un objeto bello es feo al compararlo con una mujer bonita; un chimpancé gracioso no es nunca más bello que un hombre bien parecido, y éste siempre será feo frente a un dios. La Belleza universal, por su parte, no está compuesta por una parte de belleza y la otra de fealdad, ni es bella en relación con ciertas cosas y fea en relación con otras, sino que, como todas las Ideas, es “eternamente autosubsistente y en unicidad consigo misma”.

De esto se deduce que la Belleza universal no es algo material, no puede plasmarse en una cosa bella; la Belleza universal es, como toda Forma, suprasensible, de modo que las obras de arte (pintura, escultura, arquitectura, poesía, danza, canto, música, etc.) se sitúan inevitablemente en una dimensión inferior dentro de la escala de Belleza. Las cosas bellas lo son en virtud de nuestro sentidos que la perciben, mientras que la Belleza arquetípica, universal, atañe sólo a la Inteligencia.

Una dificultad a la hora de establecer una definición de lo bello aplicable a su manifestación sensible aparece cuando se equipara la belleza a la utilidad, a la eficiencia: “todo lo útil es bello” declara Sócrates en Hipias Mayor. Entonces, ¿una instituto de alumnos diligentes y obedientes, que obtiene resultados académicos magníficos, es bello? ¿Un mecánico cuya destreza arregle nuestro coche es bello? Incluso, ¿una bombona de butano es bella por el mero hecho de calentar con competencia el agua de nuestra ducha? Manera de abandonar este aprieto la sigue Sócrates dirigiendo la atención hacia dilucidar si esa utilidad se emplea para un fin bueno o uno malo; lo que es eficaz para un fin ruin no puede ser bello, afirma Sócrates, pero si sólo lo bueno lo es, si sólo aquello que consideramos bueno es bello, entonces, como dice Frederick Copleston, “la belleza y la bondad no pueden ser lo mismo, ya que tampoco la causa y el efecto pueden identificarse”. Sócrates terminará declarando que tal vez la belleza será aquello que produce un sentimiento agradable a la vista y al oído (músicas y voces bellas, mujeres y hombres hermosos, estatuas bien realizadas, etc.). Pero, si esto es la Belleza universal, ¿cómo identificarla con lo intangible que le es propio a esta? ¿Cómo puede la Belleza universal, una Forma trascendental, según la metafísica platónica, ser apreciada por nuestros sentidos? Si todo objeto bello genera placer y satisfacción, bien a la vista, bien al oído, entonces deben poseer algún carácter común que les confiere su belleza y que está presente en ambos. Y, ¿cuál es? ¿Quizá el placer que sirva para algún fin, que sea útil, que nos produzca una emoción, un impulso, un estímulo encaminado a una acción provechosa? Pero, si esto es así, como señala Sócrates hemos regresado al punto de partida, y no hemos solucionado realmente nada; un mero razonamiento circular. Ni bello, ni útil.
Toda destreza o habilidad genera “productos de objetos reales” (lápices, libros, edificios, hechos por los hombres, y rocas, plantas y hombres, hechos por los dioses), o bien “imágenes”, que imitan la realidad pero no desempeñan las funciones de sus originales. Las imágenes son falsas imitaciones de la realidad, y aunque poseen parte de ésta (si no, no serían imágenes, sino otro ejemplo de la misma cosa), por ello se sitúan en un segundo grado de alejamiento de la realidad de las Formas: en efecto, el arte imitativo está “dos grados por debajo de la realidad, porque es simple semejanza”; el pintor no copia de los objetos con exactitud, sino que imita las simples apariencias. El pintor, dice Platón, es un pseudoartífice, no como las medicinas, que poseen habilidad auténtica, sino como los cosméticos, que dan apariencia de salud más que la propia salud.

Conocer algo es captar su Forma eterna; pero las artes, simples imitaciones de imitaciones (imitaciones de las formas concretas del mundo sensible que, a su vez, son como copias de las verdaderas Formas), no pueden producir ni ser ellas mismas conocimiento. Ahora bien, una obra de arte que posea belleza atesora una relación con la Forma y, a veces, el artista, inconsciente de lo que está realizando, puede tener un momento de inspiración, o de intuición, alcanzando el saber y lo verdadero de forma directa, tal vez por estar poseído por una divinidad.

Por este motivo, las artes pueden y deben jugar un papel dentro del orden social del Estado. Para descubrir cuál es primero debemos examinar qué efectos causan en los hombres. Por una parte, el arte brinda un placer, porque posee belleza, y además se trata de un placer puro, en el sentido de que no está generado por otras causas (por ejemplo, comer cuando tenemos hambre); pero, sin embargo, en ocasiones el arte da entrada a personajes (en la poesía dramática) que modifican su propia realidad, comportándose indeseablemente y actuando sin sinceridad ni dignidad; su falsedad y fingimiento natural producen placeres vulgares en el auditorio, por lo que deberían, afirma Platón, ser sancionados. Ahora bien, dado que las artes tienen la cualidad de influir en las actitudes y comportamientos de las gentes, habrá que especificar para el Estado ideal cuáles pueden ser las conductas adecuadas y cuáles perniciosas; Platón está seguro de que la imitación artística de una mala actitud o conducta es un llamamiento a que los individuos hagan lo mismo, imitando dicha conducta, en sus vidas; en consecuencia todas las páginas que destilen comportamientos incorrectos o inmorales, ya sea de los héroes o los dioses, deben ser suprimidas de la educación de la República. Por el contrario textos que señalen virtudes y facultades convenientes deben ser leídos y difundidos, e incluso creados si no existen, por el bien de las jóvenes generaciones.

Si son bien empleados y encauzan adecuadamente la educación del carácter, la danza, la música y la poesía son instrumentos indispensables y muy beneficiosos para la formación de los ciudadanos, señala Platón. Pese a su severidad ante la aplicación de las artes en la sociedad, el ateniense reconoce su valor y las respeta en grado sumo, aunque siempre destaca que el artista debería mostrar una intachable responsabilidad social, de forma que orientara sus creaciones hacia el bien de la colectividad, transmitiendo valores y atributos humanos que permitiera a los hombres mejorar su condición a acercarles a la virtud.

La limitación que Platón propone para la dimensión creativa del artista, en consecuencia, no es debida a un prejuicio sobre las artes, a un cierto fanatismo que desprecia aquellas manifestaciones estéticas que no encajan con nuestros gustos, sino que se encuadra dentro del ánimo platónico de un Estado ideal en donde todos sus elementos, inclusive los que no dependen tanto del sueño de la razón, estén encaminados a proporcionar una estabilidad y una rectitud al espíritu de los hombres.

¿Debe el arte ceñirse a una consideración meramente social, restringiéndose al bien colectivo, antes que a una libertad creativa de sus practicantes que pueda generar una desviación en las conductas y modos de comportamientos considerados correctos? En la sociedad actual tenemos una respuesta obvia a esta pregunta; cabría, sin embargo, preguntarse hasta dónde influyen las “artes” (hoy hablaríamos más correctamente de medios) en nosotros, y hasta dónde es beneficioso que lo haga; y, también, podríamos cuestionar por qué ciertos individuos, incapaces de distinguir entre una actitud artísticamente sugestiva o socialmente aceptable, adoptan una como deseable y desechan la otra (se conocen casos de violencia, o conducta agresiva, tras el visionado de una película, la televisión o después de unas horas con algunos videojuegos), sin discernir que su mera presentación y aparición en una serie televisiva o un juego de ordenador no supone la necesidad, o la conveniencia, de trasladarla en ningún caso a la vida real; vida en donde no hay un botón para cerrar la pantalla, ni “contrincantes” virtuales sino de carne y hueso, ni la posibilidad de empezar, jamás, una nueva partida.

9.11.09

Al-Farabi (I)



Apodado "El Segundo Maestro" por los historiadores árabes (el Primero fue, naturalmente, Aristóteles), Al-Farabí, (nacido en Bagdad hacia 870 y muerto en 950, aprox.) renovó la filosofía adquirida por los seguidores del Estagirita, convenientemente neoplatonizada, por medio de diversos comentarios a sus obras.

Entre las muchas preocupaciones de Al-Farabí destaca, en primer lugar, su intento por probar una cierta concordancia entre el pensamiento de Platón y Aristóteles. Pese a sus evidentes diferencias, el filósofo iraquí concedía que se trataba de meras discrepancias accidentales, y para demostrarlo llegó incluso a comparar texto a texto. La aparente contradicción es producto, según él, de dos causas identificativas: 1) conducta personal, por cuanto Platón se muestra como un asceta ajeno a preocupaciones terrenas, mientras Aristóteles es un hombre de calle; sin embargo, ambas formas de vivir responden a sus propios caracteres, y la del estagirita no es más que la aplicación práctica, en sociedad, promulgada por su maestro; y 2) método, sintético (y más claro) en éste último, y analítico (y más oscuro, con tintes míticos) en aquel, si bien el ateniense emplea el mito para ocultar la sabiduría a los indignos, mientras que la sencillez aristotélica se pierde en cuanto profundizamos en su significado.

Dicha contradicción descansa, asimismo, en cuatro aspectos filosóficos básicos, como son: 1) Lógica, ya que ambos discrepan acerca de cómo lograr una definición perfecta, o en qué consiste un silogismo y cómo lograr conclusiones adecuadas, aunque Al-Farabí cree que ambas posturas son conciliables en último término; 2) Epistemología, dado que Platón admite la existencia del Mundo de las Ideas, mientras que Aristóteles la niega. Esta es una dificultad importante, pero el filósofo de Bagdag la resuelve modificando a Platón hasta el neoplatonismo, y acercando al estagirita hasta Plotino, de forma que ambas visiones acaben convergiendo, pese a sus innegables diferencias. Otra complicación es cómo tenemos noticias de las ideas si no existen en este mundo; Al-Farabí no aclara este punto, toda vez que duda entre conceder o no plena inmortalidad al alma. Además, si el conocimiento es mero recuerdo, ¿qué papel juega la memoria?; Al-Farabí concluye que la doctrina platónica es una tesis que explica la función de la memoria en el conocimiento, mientras que Aristóteles aceptaba dar entrada para la génesis del conocimiento tanto a las sensaciones como a datos de la memoria; 3) Metafísica, en primer lugar, la doctrina de la visión; según Platón vemos debido a la emisión de algo que brota del ojo y que se encamina hacia el objeto. Para su discípulo, en cambio, es el ojo quien sufre una influencia por parte del objeto. Aunque Al-Farabí ve en ambas posturas una cierta afinidad, la diferencia es insalvable. Y, en segundo lugar, Platón negó la eternidad del mundo, pero Aristóteles la afirmó; así pues, la única forma que tiene el filósofo iraquí de superar esta contradicción es negando la tesis aristotélica y otorgándole una creación del mundo a partir de la nada; y 4) Filosofía Práctica, según Platón las aptitudes naturales son más importantes en la conformación de nuestra personalidad que los hábitos adquiridos, mientras que el estagirita opina justo lo contrario; para Al-Farabí, empero, Platón señala sólo la dificultad de desarrollar nuestras capacidades naturales, y Aristóteles tiende también a afirmar que la educación no lo es todo y que debe respetar el modo de ser de cada individuo; nuestro filósofo, por su parte, asegurará que el niño tiene una potencia receptiva casi total, siendo el papel de su constitución natural muy secundario; ésta tendría un caracter únicamente potencial, actualizable sólo por medio del ejercicio en acto de sus hábitos.

Dentro del apartado epistemológico, Al-Farabí destaca como el mayor grado de saber el correspondiente a la metafísica, ciencia que estudia el ser en cuanto tal, los principios de las ciencias y el ser que no es cuerpo ni está presente en cuerpo alguno. El concepto de ser aparece como ser contingente o causado, y el ser necesario por sí mismo. Éste último es puro, el único ser necesario, no tiene causa, ni materia que lo forme, ni fin; es el bien puro, pensamiento puro y amante puro, de modo que puede identificarse con Dios. Al-Farabí señala las vías que dirigen hacia la demostración de Dios: 1) todo ser recibe su existencia de otro, en una cadena que debe terminar en el ser primero; 2) los seres contingentes deben recibir su existencia del único ser necesario; 3) todo ser posible en potencia se actualiza por el ser acto puro; y 4) todo efecto que no existe por su propia naturaleza debe proceder de una causa extrínseca (Dios). El ser primero está desprovisto de las imperfecciones propias de los seres contingentes, de modo que no puede definírsele o describírsele correctamente, pues su grandeza está más allá del género o la especie; es, al mismo tiempo, presente y oculto, y su existencia desborda nuestro intelecto, por lo que sólo podemos tener una idea de Él aproximada. Dios es vida absoluta, y es pura contemplación; por ello tiene que ser el más feliz de los seres, la misma felicidad es Él, por lo que se ama a sí mismo, y es al unísono amor, amante y amado.

Como Dios es Uno, Al-Farabí precisa que la multiplicidad observada a nuestro alrededor nazca a partir de las generaciones sucesivas. De Dios sólo procede su inteligencia, de la que brota la potencia y que generará las causas segundas. Así, todas las cosas siguen un cierto esquema, un cierto orden jerárquico dentro de la Creación: 1) Ser único; 2) Causas segundas; 3) Entendimiento agente; 4) Alma; 5) Forma; y 6) Materia. Los cuerpos, por su parte, comprenden seis géneros: 1) Cuerpo de las esferas celestes; 2) Animal racional; 3) Animal irracional; 4) Vegetal; 5) Mineral, y 6) Cuatro Elementos. Este orden demuestra la existencia de una ley universal que emana de Dios; todo cuanto existe brota a partir del único ser necesario. El encadenamiento necesario de todas las cosas es absoluto; Dios sólo precisa conocerse a sí mismo para conocer todas las cosas; este es el conocimiento que pone en marcha al Cosmos, el mecanismo eterno e invariables de nuestro Universo. De Dios sólo emerge un sólo ser, el primero creado; fuera de Él, éste primero creado puede ser el germen para la multiplicidad; por ello, afirma Al-Farabí, el primer creado es uno por su número, pero múltiple en cuanto a su naturaleza.

Al-Farabí diferencia nominalmente ser posible de ser necesario. En éste la existencia acompaña ineludiblemente a su esencia, porque ambas se confunden; en el ser posible, sin embargo, la existencia se añade a su esencia por el acto creador del primero creado. Éste, por su parte, que recibió si existencia del ser primero, conforma lo uno a partir de lo uno, a partir del cual será posible la multiplicidad. Es múltiple en esencia, y por tanto, también en acto.

El Cosmos físico, para Al-Farabí, es un conjunto de esferas concéntricas en cuyo centro descansa la Tierra y en torno suyo giran nueve esferas siguiendo un movimiento circular perfecto y uniforme, movimiento que parte en todas ellas de la inteligencia presente en la esfera inmediata superior; este movimiento tiene por fin el deseo de perfección propio del ser primero, de modo que todo el Cosmos se mueve en pos de una perfección absoluta, producto del amor a dicha perfección.

La combinación de los cuatro elementos que proceden de la materia prima genera, por influencia de las esferas celestes (sobretodo el Sol) la constitución del mundo terrestre; a causa del acercamiento o alejamiento de la estrella se produce el frío y el calor, la generación y la corrupción. Pero el modo en que estas influencias tienen lugar, y el modo en que los cuerpos se preparan para recibir las formas, no es predecible completamente, por lo que los fenómenos que tienen a agentes causales a los cuerpos tampoco lo serán, y habremos de recurrir a la experiencia para obtener conocimientos físicos.

La décima inteligencia que influye en nuestro mundo es el entendimiento agente, el creador del Cosmos que percibimos y causa de la unión, por tanto, entre la materia y la forma por medio de una operación intelectual (pensar las esencias separadas de las cosas). Es el entendimiento agente lo que mueve a las almas, al entendimiento propiamente humano, para conducirlos al conocimiento; pero los seres no disponen de todo un infinito campo de acción en el que obrar y del que aprender; de hecho, cada ser creado, al contrario que el primer creado, está enlazado a un grupo o clase particular que le limita y comprende. Por ello, los seres creados no pueden librarse de su destino marcado.

Las cosas creadas son buenas en lo que poseen de uno (del ser) y deficientes en lo que poseen de múltiple; a mayor multiplicidad, mayor deficiencia. Por ello, Al-Farabí afirmará que el mal, inevitable en la conformación de las cosas, es necesario y hasta beneficioso, puesto que, sin mal, no habría bien en las cosas creadas, en el mundo terrestre que pisamos. La causa del mal no radica en el uno divino, sino que, como se produce de la multiplicidad natural del primer creado, su causa se reduce a dicha multiplicidad, por lo que la causa del mal no procede de Dios.

(Fuente: Miguel Cruz Hernández, Historia del pensamiento islámico, vol. 1)

Diálogos de Platón (VI): "Gorgias"

Gorgias es el cuarto diálogo más extenso de toda la obra platónica. Con Gorgias se inicia el grupo de diálogos que se consideran " de ...